Me diagnostiqué con precisión y me lancé a un informe claro. Después de, al menos, rechazar un imperdonable “hemos”, pasé a escribir:
“He perdido el sentido del amor. Habrás observado que no me río con las últimas caricias, ni me parto de risa con esos orgasmos compartidos, los únicos que reconozco oficialmente, ni…”
La vi pasar a la azotea, me levanté y, al abrazarla, no solicité una puesta al día de esos maravillosos calambrazos simultáneos, sino que le pedí que se volviera y me mirara. Lo hizo, y su sonrisa, una vez más, me sorprendió sin preguntar.
Arrugué la hoja escrita y volví a aprender que al que se lo han dado todo en esto del cariño, lo valora mucho más si cree haberlo perdido. ¿Que, además, no era éste el caso? Pues mucho mejor.