jueves, 8 de octubre de 2009

POR ESCRITO

Me diagnostiqué con precisión y me lancé a un informe claro. Después de, al menos, rechazar un imperdonable “hemos”, pasé a escribir:

“He perdido el sentido del amor. Habrás observado que no me río con las últimas caricias, ni me parto de risa con esos orgasmos compartidos, los únicos que reconozco oficialmente, ni…”

La vi pasar a la azotea, me levanté y, al abrazarla, no solicité una puesta al día de esos maravillosos calambrazos simultáneos, sino que le pedí que se volviera y me mirara. Lo hizo, y su sonrisa, una vez más, me sorprendió sin preguntar.

Arrugué la hoja escrita y volví a aprender que al que se lo han dado todo en esto del cariño, lo valora mucho más si cree haberlo perdido. ¿Que, además, no era éste el caso? Pues mucho mejor.

EL VIENTO

El viento silba en la noche,
se cuela por las ventanas;
¿de dónde vendrá este viento
que me desvela y alarma?
Igual da que sea levante,
norte, sur, la tramontana,
de donde quiera que venga
siempre temo su llegada.
Es que sopla con tal fuerza,
y con tanto brío pasa,
que va arrastrando con él
todo cuanto al paso alcanza.
Creo que el viento se asemeja
a las pasiones humanas,
arrastran cuanto a su paso se opone,
y no las detiene nada.
Pasan de un lugar a otro
con tan frenética danza
sin concederse reposo
ni descanso para el alma.
El viento silba con fuerza,
pero cuando ya se amansa
veo lo efímero que es,
como la vida, que pasa.
Creemos que no termina
que jamás se nos acaba.
Pero igual que a la hoja seca
la lleva el viento y arrastra,
así volará la vida, como el viento,
en alguna madrugada.