En los últimos días no he podido ver el televisor cuando los telediarios repetían una y otra vez las imágenes de la caza de focas que se está llevando a cabo en Canadá. Los que respaldan este acto encuentra su justificación en que la extensa población de focas está devorando sin medida los bancos de bacalao con el peligro de que esta especie se extinga. También hay otras razones de carácter eminentemente económico, que tienen menos base que las sustente.
Yo nunca he estado en Canadá, ni he visto a los cazadores, ni sé a cuánto está el kilo de atún allí. Ni siquiera he visto una foca en directo (bueno, creo que sí, en un parque de Madrid), en su habitat. Pero la imagen que tengo de ellas es de un ser hermoso y fuerte. Y aunque torpe en la superficie, increíblemente ágil en el agua. Esta imagen tan evocadora no quiero que se empañe con la de la persecución de un ser humano (palabra demasiado grande para él) armado hasta los dientes, cuya zancada supera en mucho la distancia de desplazamiento de la foca en la nieve.
No quiero hablar de cómo las matan. No quiero verlo, porque no quiero que exista algo así. Me da la impresión de que si lo veo contribuyo de alguna manera a que ocurra. Así sucede con la difusión de muchos hechos morbosos: su contemplación cierra el círculo. Me gusta verlas así, idealizadas entre el manto de nieve, con sus crías, peluches de algodón blanco.
Sé que mueren muchos animales a manos del hombre cada día para nuestra subsistencia. Pero así no, Hombre, así no.