domingo, 15 de julio de 2012

Formación continua.


Genoveva tiene un gancho de izquierda demoledor. En nuestro décimo aniversario, sin embargo, parecía algo lenta, no conservaba el centro. Intuí que la podía tumbar en dos asaltos y me fui a por ella, confiado. Pero me equivoqué, fue sólo –me dijo- un momento de distracción pensando en el vestido para la cena. Ella es hábil, experimentada en salir de la lucha trabada, así que me esperó como el que se resigna y, justo cuando entraba con un salto sobre su cabeza para golpearla con las dos manos, giró y barrió mis pies, los dos, haciéndome caer con la espalda en el suelo, de modo que perdí la respiración. Ahí ella, apartando la bandeja de champán con que nos obsequiaba el hotel, también se confió. Estamos muy seguros de nuestras habilidades y, cuando se tiró literalmente a clavarme el codo en el pecho, pude rodar hacia la derecha, hacia debajo de la cama, y oír el enorme ¡plof! de su cuerpo contra el suelo. De no haber habido alfombra, se habría roto al menos un brazo. Quizá alguna costilla. Mientras se disponía a ordenar las camisas y se recuperaba del impacto, yo ya tenía en mi poder una zapatilla con la que, al salir de debajo de la cama, golpeé su nariz, sin poder evitar recibir un tremendo impacto de su bolso lleno de llaves desordenadas (y mira que se lo digo), que me hizo tambalearme. Mientras caía, alineé mis calcetines en el cajón de arriba por colores, como hacemos en casa, y conseguí un vertiginoso uno/dos sobre su estómago, pero estaba en tensión y lo encajó como una puerta. A cambio, viendo mi guardia baja, mi plexo solar recibió una patada directa, sin defensa, que me tiró hacia atrás. Sólo cuando ya me vi perdido, logré tirarle un almohadón, que por la mañana, al llegar a la habitación, había rellenado con nueces para ejercitarme al amanecer.
Ambos, en el suelo, teníamos dificultades para respirar.
Alertado por el ruido, el camarero, al entrar, nos preguntó qué queríamos para cenar.
-Algo ligero, -dijo ella-. Un poco de pescado al horno con patatas hervidas, por favor, -contestó. Apenas podía hablar.
-Para mí sólo un crepe con algo de jamón, por favor, -añadí. Todo me daba vueltas, como a ella, y escapamos por un pelo de la maza de hierro con que quiso aplastarnos la cabeza. Utilizamos el último depósito de energía para patearle y dejarle inconsciente, lo echamos al pasillo y nos acostamos a descansar.
Cuando nos sentamos en la mesa del restaurante, el chef en persona vino a darnos la enhorabuena por el aniversario. Recibió dos bofetadas simétricas, una en cada cara, que le dimos con precisión milimétrica. En un par de volteretas, se retiró hacia atrás para abrir la botella de Dom Perignon del 52 y servirla fría. Nos sentamos y comenzamos a preparar la defensa: No he visto mejores asesinos para nuestra formación que los cocineros de este hotel. Mejoran cada año. De hecho, en la cocina, se rehacían los planes para atacar de nuevo y acabar con nosotros.
De espaldas hacia la pared, doblamos las servilletas al estilo clásico y brindamos por nuestro futuro.