
Recuerdo vagamente la noche de ayer. Mi mente y yo no nos llevamos muy bien de un tiempo a acá.
Intento poner en orden la serie de acontecimientos que me ha traído hasta aquí, y los escribo, y los releo, aunque de momento no consigo sostener una sola idea que no sea tu rostro y todo lo que llega a despertar en mí, hasta el punto de olvidarme del mío; aunque lo siento fusionado, compenetrado y extrañamente idéntico.
Mi mente y yo no nos llevamos muy bien. Sentada en esta cama, las horas pasan a un ritmo tedioso y desesperante. Ojalá no existiesen los espejos. Ojalá tus ojos, tan iguales a los míos, hubiesen sido únicamente tuyos y nada más. Ojalá careciese de memoria que me hiciera ver toda la que estoy perdiendo.
Sólo atino a recordar un gran edificio con ventanas enormes, donde pude llegar a estar varios días; un dolor que hacía estallar mi garganta y una huida vacía hacia muchos lugares, que ha durado veinte años.
Anoche, al encontrarte, se silenció mi ahora, y sólo me quedó la opción de tomar de nuevo un tren con destino a no sé dónde, para seguir huyendo de mí misma, de tus ojos. De mi rostro sombrío y yermo.