viernes, 3 de julio de 2009

UNA CARTA DE AMOR.

Querida señorita hippie:

He estado pensando en voz alta un rato. Quiero dejarle bien claro que no voy a poder dejar de quererla.

Esto es así desde que empezamos a sentarnos en el banco del parque, usted para aprovechar cualquier descuido mío y yo para enamorarme de usted. Han pasado muchos días; unos días que no van a recortar los años que le llevo a usted de desventaja.

Desde el principio consiguió usted engatusarme para que le contara dónde y cómo vivo. Era cuestión de tiempo el que dejara caer mi llave, según usted, o que se la diera y cerrara mi mano sobre la suya con ellas dentro, según yo tenía pensado.

El cómo me hablaba de la música era táctica segura para usted y un bálsamo para mí, viejo profesor de solfeo que hace tiempo se quedó sin alumnos y los echaba de menos.

El rehuir la forma oficial de la vestimenta era su sello de mujer independiente o despreocupada, su sencillez para conectar con mi forma bohemia: Parecía un simple paso de tuerca más para tenerme sujeto. Pero era para mí la libertad contra cualquier esclavitud de tantas y tantas modas. Su blanca camisa hippie me encandilaba junto a su larga falda de flores, que siempre olía bien.

Mis viejos amigos, catedráticos en violines, me dijeron cientos de veces que me olvidara de usted. Que no jugara más con el fuego de alguien que en mi primer descuido se llevaría lo que tengo: Algo de dinero y un maravilloso stradivarius. Algunas de las cosas que le dije en nuestra primera cita.

Mis amigos, catedráticos de la vida, tan solos como yo después de ver morir a nuestras compañeras, vinieron para abrazarme cuando llegué a casa y la encontré vacía de mi violín único y valioso. Igual que la cajita del dinero. Se quedaron conmigo hasta muy tarde, apurando una botella entera del coñac que nos bebíamos muy despacio desde hace años.

Y fueron los mismos catedráticos de la amistad los que se abrazaron fuerte a mis costillas al entrar de nuevo en casa al día siguiente y contemplarle a usted desnuda tocando de modo prodigioso mi violín stradivarius, de pie sobre mi alfombra, en el centro de la sala. Por pudor, salieron a la escalera para oírle tocar desde allí esa pieza tan fina de Haydn. Y se fueron después de aplaudir, dejándonos solos.

Esta carta se la mando porque no fui capaz de hablarle después de todo lo ocurrido.

La espero, pero ya menos timorato que antes, pues mientras le ayudaba a vestirse, mis ágiles dedos dieron con su cartera; enfrenté durante unos segundos nuestros documentos de identidad y no vi tanta distancia como temí al principio. Cuando salió su cabeza por el jersey ya estaban los documentos en su lugar, el mío con la foto más sonriente.

He preparado la habitación para los dos, con la esperanza de que no tenga muchos trastos que traer. Aquí hay pocos, ya lo sabe. Y en la sala he puesto dos atriles para partituras.

Le espero, señorita hippie, sin importarme aún cómo se llama, pero loco por volver a besarla despacio durante la audición de su Allegro moderato op 64 en D major, como tuvo usted a bien interpretar el otro día. Y con un bis.

Atentamente, Luis.