lunes, 26 de marzo de 2012

OfICIO DE ESCRIBIR (4).

Oscuridad Compartida.

Olga María era escritora de encargo. Una negra. Y además, negra como el betún. Preciosa y brillante, suave y turgente. De espalda mordible, de cintura besable, de muslos de pellizco. De boca para sonreír. De ojos para ver en la oscuridad. De pechos para temblar. De hombros para no cubrir con nada salvo caricias. De ritmo imparable al bailar. Pero detalles aparte, sobre todo, era escritora de encargo.

Su amante era Julen, un broker de Wall Street; el peor broker de la quinta avenida. Un ingenuo. Un iluso convencido de su inmensa capacidad para los negocios “limpios”. Pero un amante tierno, paciente y buen acariciador, como no podía ser menos para quien amara a Olga María.

Se conocieron en la presentación de un libro firmado por el gran Lesmon Cartwright, una máquina de fabricar best sellers desde 2005, con un volumen de ventas desmesurado. Olga María había rellenado una por una las cuatrocientas doce páginas de la obra, Tu mirada fría, y veía desde su sillón del fondo del salón cómo se abrían las carteras para soltar los veinte dólares que costaba el libro. Entonces llegó Julen y soltó en voz alta que ese libro sólo podía haberlo escrito una mujer. Y además –añadió cuando llamó la atención de los presentes- una mujer inteligente.

La carcajada de Olga María le desdibujó hasta quedarse callado. Como ella no dejaba de mirarle, la invitó a tomar un café y salieron juntos a vivir juntos, aunque cada uno guardaba su piso para llenarlos de sus cacharros.

Un libro tras otro, Olga María hacía subir las ventas de los autores encallados en su falta de creatividad. Ella recibía bastante dinero de color oscuro, como su piel –decían las editoriales sonriendo- pero el dinero no era suficiente. No lo era todo.

Julen, en uno de los momentos en que apenas murmuraba con sus dedos la espalda desnuda de Olga María mientras ésta escribía, comenzó a susurrarle historias cortas, pequeños cuentos de gente que él –con toda su buena intención- había llevado no a la ruina, sino algo peor: ganar poco, pues no hacía caso a rumores, sólo al valor real de los títulos que manejaba. Olga dejó a un lado la obra de encargo de turno y pasó a encadenar los relatos, sin poder llegar a terminar el último debido a los escalofríos en su espalda, su cuello y, finalmente, su cintura.

Al día siguiente se quedaron grabadas en papel otras historias que tenían que ver con la poco brillante gestión financiera de Julen con otros especuladores. Hablaban ahora de ambiciones estrelladas, de traiciones, de información privilegiada –que Julen nunca distribuía a tiempo, no sabía hacer trampas- y de imperios que comenzaban a derrumbarse.

Olga María organizó en un solo bloque la colección de historias. Su idea era cambiar los nombres reales por unos inventados, pero una ráfaga de viento lo evitó: se publicaron al aire libre y caprichoso que los hizo entrar por las inmensas ventanas del parquet de la Bolsa de Dow Jones. Al día siguiente se desparramaban infinitos trapos sucios de los más afamados tiburones de la Bolsa. Sus tirantes se aflojaban y sus sonrisas desaparecían. Aquel día Julen no fue a trabajar. Decía tener un déficit profundo en el abarcar los pechos de Olga María y ella le dio la razón y ambos invirtieron toda su materia prima y energía potencial en resolver esos asuntos a diario. Lograron beneficios instantáneos.

La editorial de los falsos genios elevó al Sol sus ganancias cuando editó la colección de trucos contados antes de cada sesión de negocio de los títulos en la Gran Manzana. Se publicó sin el nombre del autor, esta vez por precaución –dijo el editor-, con un éxito de ventas arrollador.

A los dos años y después de diez ediciones, por fin se vendió con el nombre de “su verdadero autor”, y su colaborador, Julen, cuya foto sonriente en la portada acompañaba la de Olga, cubierta con un sugerente velo negro. El título: Secretos del dinero.

Una vez pasada la tormenta de literatura financiera, Olga María, cansada del oficio de escritora ajena, presentó su primer libro de poemas, Oscuridad Compartida. Lo hizo en Sevilla, donde vive desde hace tiempo con Julen, quien le lleva todos sus asuntos menos las cuentas. Y es que con dichos asuntos no para de trabajar.

sábado, 24 de marzo de 2012

DEJARSE LA PIEL.


Al final me dieron a mí el encargo.

Los tíos Juan Carlos y Nicolás dijeron que no llegarían a tiempo. Se sentían incapaces de dar un solo paso.

Las títas Carlota y Nani dijeron temblando que no se atrevían.

Y el quinto hijo, mi padre, Anselmo, me cogió la mano, puso en ella algo blando y frío que no pude ver y salió con sus hermanos de la única habitación de la casita donde siempre vivieron los hermanos, la casa de los niños, enfrente del caserón habitada sólo por el abuelo Julio. Los cinco me empujaron para que iniciara el camino de tierra de cuarenta metros que llevaba a la gran puerta.

Llamé y volví a temblar al oír el timbre, con el que se activaba la grabación de un grito que el abuelo Julio había obtenido del último hombre que mató en la guerra, en 1945. En vez de pegarle un tiro, le clavó su bayoneta y, antes de que muriera encendió su grabadora para recoger los aullidos de dolor del soldado alemán.

Al rato apareció Bonilla, el mayordomo del abuelo, que abrió la puerta de cuatro metros de altura, de roble macizo, tan bien engrasada que con un dedo se podía empujar para abrir. Y para cerrar, me dijo Bonilla si seguía allí parado, callado y sin hacer nada. Pero siempre que iba a casa del abuelo a pedir algo me quedaba helado hasta que me empujaban –siempre lo hacían- mis tíos. Después, uno a uno, si les nombraba el abuelo, entraban ellos. Una o dos veces al año.

Bonilla no me dijo que entrara. Dejó la puerta entreabierta y, antes de meterse dentro para avisar –o no- al “señor”, giró su cuello, me mostró sus dientes negros y escupió con habilidad entre mis zapatos. Miré hacia abajo y se me revolvió el estómago al ver una cucaracha debatiéndose dentro de la saliva que había soltado. Se dio cuenta y caminó hacia dentro entre el sonido de unas carcajadas grabadas, difundidas a todo volumen, que supimos pertenecían a unos locos del manicomio cercano, donde el abuelo había internado a la abuela el día en que ella osó responderle mirándole a la cara. Mi padre y mis tíos dicen que la mandó drogada, sin apenas ropa que manchó de sangre, fingiendo una herida provocada por ella misma. Cuando iba a verla, aprovechaba para grabar risas y aullidos de los internos en máquinas cada vez más modernas y con mejor calidad de sonido.

Yo no pude evitar orinarme encima.

Aparecieron juntos, Bonilla y mi abuelo, éste en una silla de ruedas de la que se levantó para acercarse a mí con la ayuda de un bastón. El sirviente se fue adentro llevándose la silla y el abuelo se paró en el primer escalón a mirarme desde arriba.

-Si no tienes algo importante que decir, repítele a esos cerdos que aquí no ha cambiado nada y que seguirán con una comida al día. Incluido tú, mocoso. Y meón, -dijo con una sonrisa desdentada y original; su risa sin grabar, en directo.

Aproveché que tenía los ojos cerrados y le cogí la mano para ayudarle a bajar los cinco escalones que le separaban del jardín.

En el primer escalón, sin prisa, abrí el papel húmedo que me habían puesto en la mano y puse su contenido en el suelo, justo debajo y delante. En el segundo escalón, el abuelo tenía preparada la cáscara de plátano para que patinase sobre ella y sus pies, al elevarse como sentado en el aire, le hicieran romperse la cabeza al caer. Una cáscara de plátano que correspondía a la ración de fruta mensual que el abuelo nos tenía asignada y que ni él ni Bonilla consideraron como posible arma.

Al comprobar que el abuelo no respiraba, giré hacia la casita donde mi padre y mis tíos esperaban y alcé los brazos como un goleador, un héroe que celebra una hazaña. Incluso con mis piernas llenas de cicatrices por los bastonazos semanales del abuelo y Bonilla, corrí hacia ellos, que me abrazaron.

Por la noche, cuando Bonilla cerraba los candados de nuestras cadenas, su semblante era distinto al de otras veces. Prometió agua a diario y, dentro de veinte años, cuando yo cumpliera los veinticinco, llamar a alguien del pueblo que supiera leer y abrir el testamento.

Había merecido la pena dejarse la piel sin comer.

martes, 20 de marzo de 2012

Poesía

El canto del agua
la risa de un niño
el beso del amado.
Amanecer entre caricias
sonreir a los problemas
florecer en otoño
reina la poesía.

sábado, 17 de marzo de 2012

Uno siempre vuelve a donde fue feliz...

martes, 6 de marzo de 2012





Lo prometido es deuda, y aqui os dejo las últimas fotos captadas por mi cámara. Espero que disfrutéis de ellas tanto como yo al hacerlas...

domingo, 4 de marzo de 2012

Abuelita.

Yo, en cuanto aprendí a andar, me solté de la mano de mamá y me puse una bolsa roja por encima de la cabeza y abuelita Ana, al abrir la puerta, lo entendió: de inmediato me llamó Caperucita y de ahí para siempre. Antes de morir, dicen, me llamó a gritos y sólo perder el tren semanal que debía llevarme a casa ha impedido que le preguntara, una vez más mientras la abrazaba, por qué tenía esos dientes tan afilados, ese aliento tan fétido y esas garras tan largas.

Jamás me metí en su vida privada y el Lobo, aunque poco hablador, se hacía a un lado en la cabaña cuando visitaba a abuelita Ana. Sólo soltaba monosílabos, incluso para ofrecerme una taza de té, lo único que había aprendido a cocinar.

Al principio, los cambios eran inapreciables. La espalda de abuelita se enderezaba y su porte se hacía elegante. Pero cuando la vi levantar ella sola un haz de leña más grande que yo, me miró y lo dejó caer con estrépito, dejando rodar los troncos delante de su puerta, con la cara tan sorprendida como la mía.

Otras veces la visitaba al caer la tarde y siempre venía a recibirme corriendo, sin su pañuelo en la cabeza, sin el delantal blanco y limpio a la cintura. Detrás, callado y sombrío, aparecía el Lobo, cargado de leña incluso en verano. “Para reserva”, decía abuelita.

Comía con ella y charlábamos sin parar de nuestras cosas, mucho más de las mías, ella nunca tenía prisa por saber si era feliz o si mis estudios y mi trabajo avanzaban, si estaba enamorada. Cuando le pregunté lo mismo a ella, bajó la mirada para que no viera el rubor intenso de sus mejillas, tanto que fui yo quien dijo que Caperucita Roja era su nombre de soltera. Hasta el Lobo, tan fuera de todas las conversaciones, rió con nosotros. Nunca pensé que supiera hacerlo, y tuve claro que los cambios de los dos habitantes de aquella cabaña aislada del bosque iban en las dos direcciones. Que había intercambios.

Antes de viajar a París para leer mi tesis doctoral, fui a visitarlos y les cogí por sorpresa: en la parte de atrás, desnudos, abuelita y el Lobo rodaban sobre la nieve abrazados y aullando. Corrí a la cabaña a esperarles, muerta de risa. Cuando entraron, los tres miramos al suelo y cenamos casi en silencio. Esta vez me despedí de los dos y me desearon suerte.

Unos meses más tarde, una batida de hombres de un pueblo cercano sin nada mejor que hacer, armados con escopetas, se encontró con el Lobo una mañana en la que éste se comía uno de los jabalíes abatidos por los disparos. Sin dudarlo, abrieron fuego sobre él, que apenas pudo andar para llegar hasta la cabaña, donde la abuelita Ana intentó curarle las heridas. A las pocas horas se desmayó en sus brazos y lo enterró en la parte de atrás de la casa. Después, como pudo, me llamó y se metió en la cama para morir de amor.

Cuando llegué varios días después, la cabaña ya estaba vacía y abrí las ventanas para despejar el aire viciado, el olor intenso a sudor animal mezclado con el suave perfume que siempre usaba la abuelita.

Al abrir la última ventana, mi corazón se encogió al sentir un latigazo de pies a cabeza: allí estaba la cara del Lobo mirándome sin hablar tras una capa de tierra.

No cerré la puerta y esperé desde el fondo a que entrara en la sala, junto a la chimenea apagada, temblando de frío y él, como siempre, hizo una candela que me devolvió el correr de la sangre.

Pasaban los minutos sin que dijéramos nada y, una vez cerrada la puerta, el Lobo me mostró algo que llevaba en la mano: catorce cartuchos de bala. Conté con los dedos los mismos agujeros en su pecho.

-Ninguna era de plata, -dijo-. De todos modos, no me curé a tiempo de las heridas para salir de la tumba y volver a abrazarla.

Me dio después una carta donde decía que la abuelita esperaba que yo le cuidara para siempre. Azorado, comenzó a leerla.

-Déjalo, no hace falta. Se la escribí yo, -le dije-, porque tenía las gafas rotas gracias a ti y no quería que supiese que veía mejor que yo.

Sin nada más que hablar, el Lobo puso agua en el fuego para preparar un té y yo, sin prisa, me dispuse a abrir mis maletas y adecentar un poco aquel desbarajuste.

viernes, 2 de marzo de 2012

OFICIO DE ESCRIBIR (3).

Agradecimientos.

Señá Liboria, desde siempre, ha limpiado en casa.

Es prima segunda de una prima más segunda todavía de mi mujer, y de chica jugaban todas juntas, primas, segundas y demás, en la alberca del pueblo de Forraentera, un pueblo puesto más o menos por el Sur.

Digo lo de limpiar en el más absoluto de los términos. Señá Liboria desinfecta, aísla, prohíbe cualquier idea relacionada con la pringue o la más mínima sepsis.

Así que he tenido que andar con ojo los jueves por la mañana, cuando viene a casa. Mi mujer se va temprano y yo tengo que levantarme también al alba con ella, pero lo hago antes, despavorido, pensando en la que puede caerle a mis montoncillos de papeles ordenados según mi criterio, mi memoria, o el curso de la novela en la que ando metido, capítulo dos, desde hace diecisiete años nada más.

Sé lo que me busco si no defiendo a capa y espada mis torres de folios, alguna con más de doce unidades de altura, perfectamente numerados en todas las esquinas, cuyo orden férreo puede irse al traste si cae en manos del paño anti ácaros de la Atila del Polvo.

Pero el jueves pasado, fiesta para los ingenieros mecánicos de Ferrari, mi mujer no trabajaba y no puso el despertador.

El timbrazo, en un in crescendo de lujo coreado por algunos vecinos que bajaban la escalera, nos despertó y provocó un pequeño choque frontal al querernos bajar al mismo tiempo y por el centro de la cama. Sin consecuencias graves, nos fuimos a levantar el telefonillo para que aquel trompeteo apocalíptico se acabara de una vez. A los treinta segundos, apareció por la puerta Señá Liboria, impecable, radiante y oliendo a gloria, supongo que después de haber inaugurado alguna sala de desinfección en algún hospital de la ciudad.

Nos mandó a tomar café, ducharnos, vestirnos y peinarnos en doce minutos, mientras ella recogía los cacharros. Después, tocó a retreta:

-Cada uno a sus cosas y sin molestar, que hoy vengo con el orden del día sin fijar y no quiero gente por medio.

Yo aún no había podido hablar. Mi cerebro no había sido avisado y el café previsto era –destino traidor- descafeinado. Me eché en el sofá, lo bastante alto como para que ella lo moviera y limpiara alrededor y debajo sin levantarme.

Y ese fue mi error.

La vi bajando con el montoncillo número cuatro, el del centro; los papeles de color verde; los de la idea principal y la lista de personajes. Los que tenían el final “hilvanado”, pendiente de si el malo se llevaba o no la pulsera encontrada en la pirámide del faraón Onfara, en pleno centro de Calatayud.

Con el brillo de sus horquillas clavándose en mis ojos, Señá Liboria bajó las escaleras solemnemente, como una vedette de las que no se caían, y dijo:

-Vaya birria, oiga usted señorito. Siga usted acostado, que esto se lo arreglo yo mientras termina la lavadora.

No pude reaccionar y rendí mi obra a una mujer que, antes que nada, repasó cada folio con una pequeña pero potente aspiradora de mano. Era su forma de hacer borrón y cuenta nueva, me dijo.

Pero lo cierto es que, con su intervención, mi libro estaba en las librerías a las seis semanas de aquel incidente. Una novela de acción, donde –supongo que por la crisis y un monumental ERE literario- Señá Liboria había mandado a la calle a ciento sesenta y seis personajes de los inicialmente ciento setenta y dos previstos por mí, al mismo tiempo que situaba el desenlace en una salita de estar, tomando un cafelito, en lugar de ir cavando un túnel a través del Ministerio de Agricultura, como yo había planeado.

Lo que más me fastidió fue tener que firmar a los compradores con la chaqueta gris del traje de novio, planchado hasta por dentro de los bolsillos. A pesar de ello, en la contraportada, en medio del índice, puse una nota dedicatoria muy clara, que Señá Liboria agradeció: “A algunas personas”.

Además, le vendí un ejemplar dedicado a mitad de precio.