lunes, 31 de agosto de 2009

CON LA BANCA HEMOS TOPADO.

A las puertas de un banco en España

Llegó un inocente y una cuenta abrió.

El mismísimo jefe de caja

realizó el apunte y se lo firmó.

Al salir con contrato en la mano

cogió el treinta y siete y a casa partió

a informar a sus padres y hermanos

de su nuevo status y su situación.

Dime, niño, ¿tienes talonario?

preguntó la abuela, doña Concepción.

Hasta el martes, proceso ordinario,

querida güelita no tendré esa opción.

¿Qué dices, torpón?

preguntaron todos al unísono allí en el salón.

Se lavaron y de punta en blanco

compraron al contado un bonobús

para ir todos juntos al banco

y a la agüelita casi le da un patatús.

¡Vaya birria de medios de pago

veo que manejan en esta entidad!

Sin un cheque dígame qué hago

para mis compritas en la Navidad.

Como un rayo en su cómodo asiento

respondió muy serio el interventor:

Si no tienen un duro lo siento

y a comer pimientos

y algún alfajor.

Vaya bofetón,

que soltó la agüelita de pronto,

tú te callas tonto,

que no eres director.

Ay señora, no pegue a mi gente

le ruego se siente

y me lo explique tó.

Pues resulta que este tal gerente

me ha soltao de frente

que en cuenta corriente

no tengo la opción

de pagar con un cheque sin fondos

pero que es segura la devolución.

Lo mismo que tós.

Todo el mundo me dice lo mismo

pero aquí no suelto ni un euro ni dos.

Con la cara muy coloradita

salió la familia sin decir ni mus.

Y en la calle todos de patitas

y andando pa casa, que no hay bonobús.

PARECE TAN FÁCIL


Caminó hacia el rompeolas, lentamente, ayudado por dos brazos queridos y desbordados de generosidad. Le llamaré Daniel.

Una vez tuvo los pies mojados, ambos brazos le soltaron, permitiendo así el libre movimiento de sus piernas, casi centenarias. Con dificultad fue adentrándose, mayor a medida que el nivel del agua ascendía, el cual no pasó de la cintura.

Su mujer y su nieto, los dos en la orilla, permanecían atentos a cada movimiento, a cada vaivén que el cuerpo del anciano hacía, con cada pequeña ola. También yo, que lo tenía muy cerca, estaba alerta ante cualquier traspiés; incluso en un momento hice señas al chico, preguntándole si lo sujetaba, a lo que me respondió que no, con gesto de agradecimiento.

Sentí miedo por momentos, aunque la estampa de su fragilidad en el agua fue anulada por la cara de satisfacción de Daniel, de disfrute, como un chiquillo. Pero sobre todo, se quedó conmigo la eterna sonrisa, maravillosa sonrisa de amor con mayúsculas, de entrega, de complicidad, que ni por un instante se fugó de los labios, ni de los ojos de su mujer. La llamaré Irene.

Me pregunté entonces, y aún sigo haciéndolo: “¿conseguiré yo tener eso?”

¡Parece tan fácil!