domingo, 15 de junio de 2008

EL VACÍO.

Reflexión intrínseca previa. Aunque no sepa lo que es.

Hoy me he levantado temprano y solo. Temprano, solo hoy. La pared, enfrente (de otra) sigue blanca, grande, plana… y vacía. Reconozco que la compré así. Es un momento de reflexión. Se va la mosca gorda de uno de los rincones y prosigo mi divagación, que en esta época de mi vida será de un matiz práctico, pues veo claro que La Pared reclama atención.

Primer paso. Medios materiales. Apoyo a la idea, todavía lejana.

El diccionario me escupe palabras a la cara, hablándome de un clavo doblado en ángulo recto por el extremo opuesto a la punta, y añade que “las cosas colgadas  en él no pueden caerse”. Qué frialdad de concepto, pero qué claridad de ideas. Enjugo abundantes lágrimas, y comienzo mi proyecto. Abro el mueble bar.

Salida al mundo exterior.

El dependiente de una ferretería del barrio –hay dos, de dos hermanos; no sé si preguntar si todavía no se hablan- me informa sobre tamaños, capacidades de cargas y colores. No puedo soportarlo y me llevo la más grande, llamada gitana por el dueño, que acaba atendiéndome al ver que el dependiente tontea con una jovencita monísima, que se ha colado. Lleva un jersey agujereado, como un colador. El dependiente está coladito. Yo me voy. Ya habrá tiempo para reflexionar sobre este incidente y, tal vez, tirar alguna pedrada al escaparate. Pero otro día.

Vuelta a casa. 

Me conforta una tisana de matalahúva, hierbabuena, tila alpina, manzanilla y enebro,  con 200 cc de güisqui. Me enfrento otra vez con la pared, pero ya armado con la alcayata. Noto en mí una gran fuerza interior y me sirvo otra mezcla, esta vez con té verde, menta poleo, ajonjolí en medio vaso de aguardiente. Cerveza, poca.

La idea.

El centro, ese punto de encuentro en general, o de atascos en hora punta. El centro, donde se pueden cruzar dos líneas, pero mejor que no sean de autobuses. El centro, tan bueno y aprovechable cuando tienes un buen delantero que remate el centro. Queda claro: la alcayata irá al centro. Noto que me centro. Dejo abierto el mueble bar. Tiro la llave.

La obra.

Las botas de estar en casa me han salvado el dedo pequeño del pie al estar la caja de herramientas tan mal concebida. Vuelca con gran facilidad y vierte con estrépito docenas de alicates, tenazas, llaves inglesas… y un martillo. No había –yo estaba seguro- alcayata alguna dentro. Cojo el martillo. Y ahora por el mango. Me voy hacia la pared. He pintado un punto que no es el resultado trivial de otras veces. Siempre he tirado un lápiz y, donde daba la punta, ahí, ahí mismo y por instinto, me he puesto a clavar. Esta vez no. Me he cogido dos líneas que venían desde muy lejos, y en el cruce de ambas he señalado. Me echo para atrás. O me caigo, no sé. Pero aprovecho y bebo.

El final. O el desenlace, que viene a ser igual.

La alcayata está fijada con bastante papel adhesivo. Pendiente de un único martillazo, diría yo. Trinco la botella de orujo gallego y me doy un buen trago. Me levanto de la alfombra sin derramar una sola gota y atizo el golpe de martillo en todo el sitio debido. Finalmente, cuelgo las llaves del neceser con un hilo marrón. Por el otro lado, el cuarto de la plancha, aprovecho la punta y cuelgo un cuadro. Bajo a celebrarlo.