martes, 9 de noviembre de 2010

RECUERDOS DE VIAJES (3).

Por los mágicos terrenos del MachuPichu.

El vendedor de la inmobiliaria tenía una labia que no la paraba ni un logopeda cotilla. Y además, a mi secretaria le hizo tilín las pintas que traía –corbata de lana a cuadros, camisa de plástico, colonia sabor naranja- así que se dejó embaucar y yo me embarqué en el carguero Fondondo camino de Perú, equipado con mi minipimer y algo de ropa.

Mi idea era comprar dos parcelitas, con idea de futuro por los niños o bien si mi cuñado Legolio también se animaba a tener familia y nos dejaba en paz algún día. Que vaya veintitrés años de postboda de mierda que llevábamos con él metido en casa.

Al llegar y perderme de vista, mi secretaria anotó comprar máquinas cortacésped. Salí de los hierbajos y di con una indígena que me miró desde un Ferrari Testarrosa con ruedas de metro y medio, dándome a entender que no vivía por allí cerca. Además, al arrancar la muy inca, ¡paz! me tiró dos pegotes de barro a las rodillas que me hicieron buscar un sitio para cambiarme y seguir con el agente, que intentaba hacerle aún más tilín a mi secretaria. Mientras, el tontoboina del Legolio se entretenía dando pan a unas cabras rarísimas que se comían su bufanda. ¡Por Dios!, ¡menos mal que sé lo que es saber estar, que si no, allí mismo me lío a gritos y a mover las manos como un director de tres coros al mismo tiempo!

Más calmado, me detuve a hablar con el pastor dueño de las cabras bufandíboras que pastaban por allí. Según el agente, él sería el encargado de la urbanización, con un puesto polivalente de hombre de confianza, podador de árboles y fontanero en el tiempo libre que le dejaran las cabras. A mí no me pareció mal, porque parecía formal y trabajador, salvo las dos horas que llevaba tirado bajo un árbol, con una mano metida en los pantalones y canturreando baladas incas.

Su nombre, Walter Ponderado Damianito Pinchamoñas. Casado cuatro veces y divorciado seis. Anoté sus datos, que me dio con jovialidad en cuanto le informé de que yo sería presidente de la comunidad de vecinos en cuanto ésta se constituyese. No le estreché la mano cuando se la sacó de los bernabeses, pero me quité el sombrero.

Me reuní después con el agente para ultimar detalles y fue fácil: bastó con quitarlo de encima de mi secretaria, que leía un texto de Shakespeare mientras, en cada final de un acto, se paraba a reprochar su actitud al agente y a decirle que no eran formas aquellas de vender adosados tan adosados, aunque fuera horizontal sobre plano. O que adoptara otra postura comercial.

Quedamos en que daría una entrada por nuestras dos casas. Lo hice en wones coreanos, no muy seguro de su cotización oficial, pero jurándole que mi primo Elicsandro, interventor del Banco de Lespanto, no disponía de otra moneda extranjera el día que me venía para acá desde Motilla del Palancar, donde resido habitualmente.

De pronto, el agente dejó caer su mandíbula, el viento hizo volar los wones y mi secretaria se abrazó esta vez a mí, lo que a todos nos pareció mucho más apropiado.

Pensé en una airada protesta por el incumplimiento en el billetaje utilizado, pero no era ése el motivo: Bajando a saltos por las escaleras del templazo ese tan grande, que yo creía adorno de la urbanización, y gritando como ministros cesantes, se acercaban unos doscientos tipos armados de escudos, lanzas y caras enfadadas, gritando en inca que cada uno de ellos nos iba a dar una paliza a cada uno de nosotros, por turno y sin descanso. Seguro, grité que, por mucho que nos organizáramos, eran 800 palizas y no daría tiempo. Al agente lo dejamos allí tirado, por zihopú.

Corrimos dejando atrás tacones, bufandas y una minipimer sin estrenar. Incluso el Legolio dejó de protestar por su último foulard mordido por un macho cabrío negrísimo, adelantó a Walter y se incorporó al camino de cabras que suponía la carretera hasta la aldea más cercana. Vimos parado el Ferrari de la indígena, le cambiamos la rueda y no paramos hasta llegar a Lima.

Varios meses después de aquello, mi secretaria y yo fuimos llamados a declarar como testigos tras la desarticulación de una banda de contrabandistas de minipimers que actuaba en países sudamericanos. El cabecilla no era otro que el pastor de los bernabeses, al que ni su abogado defensor le estrechó la mano.