jueves, 5 de marzo de 2009

CORRECCIÓN.

A Joaquín Heras le faltaba un mes para jubilarse como oficial de mantenimiento de la sede del Palacio de Justicia y soñaba con viajar junto a su mujer por toda Europa. ¡Estoy segura de que nos acompañará tu maletín de herramientas!, gritaba Malena sonriendo.

Ahora sería imposible.

A pesar de darse cuenta de su equivocación, Fidel Moreno disparó con rabia a todo lo que se movía en el piso donde entró, después de echar la puerta abajo. Y allí, en su propia casa, sólo se movía Malena.

Desde la segunda fila de la zona habilitada para el público, Joaquín Heras observaba toda la sala, para terminar con la mirada fija en Fidel Moreno, el acusado del juicio. Era el día del veredicto, de la sentencia donde Fidel Moreno saldría, con casi total seguridad, absuelto.

Y así fue.

El juez se levantó y mandó desalojar la sala.

Sin mover un músculo, Fidel sonrió a Joaquín. Sin gesticular ni abrir la boca, le decía, poco más o menos, que así son las cosas, que hay daños colaterales, aunque sean fruto de la frustración de no acertar con el piso correcto donde matar al amante de su chica. Que estaba ofuscado y no miró bien el número de la puerta.

La sala se quedó vacía. Sólo ellos dos, Joaquín y Fidel, permanecían aún dentro.

Cuando Fidel hizo el gesto de levantarse, de todas las puertas de la sala cayeron rejas que se clavaron en el suelo como puentes levadizos y las luces se apagaron junto con su sonrisa, aunque no fuera un hombre que se dejara intimidar con facilidad.

Fuera, ni la policía ni los hombres de Fidel eran capaces de entrar.

En la penumbra, Joaquín se levantó despacio, cogió su maletín de herramientas y se dirigió hacia el asiento de los acusados, donde Fidel seguía sentado, sin ser capaz de moverse.

Desde fuera, el juez gritaba para detener aquello. Pedía herramientas, armas de fuego, cualquier cosa que detuviera a aquel loco. Al comprobar los hierros macizos y el cristal blindado que lo respaldaba, dejó de gritar y bajó los brazos.

-¿Es que vas a matarme, así, a sangre fría? –preguntó Fidel-, y ahora sí dejó ver en su cara un movimiento más parecido a una sonrisa de complicidad. Una broma, poco más o menos.

-No, claro que no –le corrigió Joaquín, abriendo su maletín de herramientas-. Pero te juro que contaré las veces que me  pidas que lo haga.