miércoles, 24 de julio de 2013

Grandes criminales de la Historia (3).


La condesa mugrienta.

“Una mujer bastante guarra en sí misma, quizá autosobrevalorada”, dice el comienzo de su biografía autorizada, titulada “La Pringue soy yo”, escrita a prudente distancia por el investigador de la aristócrata con menor presupuesto de lavavajillas (era muy bajita) de todo el reino de Mandertonia.
Ateniéndonos estrictamente al contenido del libro, señalaremos a Yania Cespuma, su nombre de soltera, como una de las mayores promotoras de la roña, tanto en lo personal como en lo relativo a las dependencias de su castillo, una por una y en conjunto.
Era la Reina indiscutible de la costra pegajosa hasta que llegó su vecina Mari Lupe Stosa, una teórica morena (renegrida en la realidad con tubos de escape) que presumía de un marido unicalzónico, dato comprobable por certificado de su fecha de compra y otro negativo de no haber pasado jamás por la lavandería.
La primera confrontación entre ambas mujeres se saldó de modo drástico. Tras invitarlos a un té difícil de identificar dentro de las tazas y sin avisar, Yania hizo zambullir y remover al matrimonio recién llegado en una tinaja enorme que contenía detergente a disolver en agua a cuarenta grados. Esto supuso que, media hora más tarde, sus dos invitados fueran reconocibles a la vista con sólo dirigir la mirada a sus rostros. Echando pompas por la boca y soltando expresiones sucias, fueron ignominiosamente expulsados de la zona. Aprovecharon su identificabilidad para hacerse las fotos y sacarse el carnet de identidad.
Yania, entre vítores, sintió que el corazón le latía al observar el resultado del lavado de sus contendientes. Mandó salir a todos los presentes y, sin pensárselo, se tiró de cabeza al agua resultante de la desinfección de los Stosa. Salió triunfal, plenamente más sucia y churretosa de lo que se había sentido jamás y desde ese día se juró que la suciedad sería no sólo el sentido de su vida, sino el único motivo para vivirla.
Hizo que centenares de doncellas fueran secuestradas y lavadas en su presencia para succionarles su cochambre; posteriormente, utilizaba el agua en sus aposentos, mediante un ingenioso sistema hidráulico de “agua reversible”, que rescataba cualquier residuo de los filtros.
Su desmedida ansia de roña la hizo aceptar que algunas de las doncellas secuestradas trajeran incorporados algún que otro mozo con el que habían sido sorprendidas en negociaciones rítmicas. No le importaba con tal de saciar su ambición. También ellos sufrieron el robo de su guarrería personal y abandonados después en una perfumería, donde eran recogidos y devueltos a sus casas entre la ignominia por la pérdida de la inmundicia.
Presa del frenesí, Yania no se detuvo hasta que consiguió la exclusiva del baño bimensual de los mineros de carbón de la zona, sembrando también el terror entre los encargados de engrasar las grandes maquinarias de los cargueros que llegaban al puerto.
En sus aposentos no desperdiciaba una sola gota del líquido recogido tras cada noche de sus siniestras rondas. Durante una de ellas, necesitó dos botes de champú para desincrustar y hacerse con tres de las cuatro capas de basura de la piel de un vagabundo, que, en un descuido, pudo huir apenas hecho una porquería para poder seguir su pedigüeño tren de vida.
Finalmente, llegó el día que tanto esperaba la condesa. El campeonato nacional del Asco. Yania aspiraba al primer premio y se sentía preparada.
En las pruebas preliminares, Yania venció a Antolín Fecto y su docena de cochinos con facilidad, llegando a la final tras ser descalificada la gran favorita, Federika Gona, ganadora de la anterior edición, sorprendida cortándose una uña sin explicación alguna.
Como último obstáculo de la competición, había que rociar de gel al contrario y evitar cualquier contacto con “detergente alguno”. Yania y su contrincante, nombrada como “Chica Lamparón”, dotadas de aspersores de mano con un depósito lleno de jabón líquido, comenzaron la batalla. En un primer disparo a limpiarropa, su oponente se lanzó hacia atrás al estilo Matrix y esquivó el chorro, cayendo además sobre unas boñigas blandas que quedaron adheridas a su vestido para sumar así sus primeros puntos. Yania quería mantener la iniciativa y, lanzándose a la charca de barro número 12, se deslizó sobre ella (sobre la charca) para, en su recorrido deslizante, vaciar su cargador en plena cara de su contraria, que dejó claro su rostro: de nuevo Mari Lupe Stosa, de nuevo su archienemiga.
En la entrega de trofeos, tras los discursos, cuando Yania se disponía a recoger su reproducción en plata de una bolsa de basura sin asas y goteando, alguien de entre el público hizo una reclamación plena de alitosis: Yania había llevado “pegada a la espalda”  una pastilla de jabón no reglamentaria.
-Alguien ha puesto eso ahí para inculparme –dijo Yania bajo la capa de fango.
-Que sí, que sí, –dijo el organizador del torneo, entregando el trofeo a Mari Lupe, quien dirigió la mirada a su marido y cómplice de la argucia.
Cumpliendo las normas de la competición, Yania fue enviada a un lavadero de coches cercano donde fue puesta en remojo y cepillada durante meses, hasta ser reconocible. Ella misma se reconoció y la pasaron a planta. Al salir, aceptó presentarse cada quince días a que le cambiaran la camisa de fuerza limpia; entonces quiso volver a su castillo y no pudo soportar verlo convertido en una fábrica de hidrocarburos que antes habían sido sus sábanas, paños de cocina, cortinas… desde la puerta pudo ver a uno de sus criados, Bruno Huotro, que arrastraba los pies recogiendo las hojas de los árboles, embutido en un uniforme que ya sólo en el color recordaba a la caca. Parecía no tener alma, o que se la hubieran robado, o algo peor: desinfectado. No se detuvo a saludarlo y se fue.
El resto de sus días, sola, abandonada por los gérmenes, se dedicó a proyectar modelos de fosas sépticas para casas que no cumplían con la Ley de Costas. En su funeral, ni una sola papelera le fue vaciada y sólo algunos se acercaron a depositar flores podridas en su tumba.