En
ocasiones la vida nos ofrece el mayor de los regalos: la risa. Todos sabemos
que reír es sano, muy sano, tan sano que si practicásemos a diario dicha
disciplina nuestro cuerpo nos lo agradecería en forma de un brillo diferente en
los ojos, una sonrisa cargada de perlada dentadura y un sinfín de bondades para
utilizar en nuestro día a día.
Pero
no, nos obstinamos en no reír y
mantenernos con un rictus serio, lánguido, cabizbajo, agriado, malhumorado,
bilioso, y un largo etc. de adjetivos molestos para nuestro estómago. La risa,
la sal de la vida, la relegamos a un decimoquinto lugar en nuestras ocupaciones
diarias y es por eso por lo que cuando alguien
se acerca hasta nosotros y comienza a engarzar frases ingeniosas, cargadas de
chascarrillos, refranes, dimes y diretes, correveidile, nuestro endeble armazón
comienza a cimbrearse cual junco movido por la brisa. Las bisagras lumbares
comienzas a entreabrirse, chirriando al principio, molestando un poco después en los ingenuos compases de sonrisas.
Nuestros oídos se abren cual nenúfares vespertinos y las ondas sonoras que todo lo invaden
poseen a esos bastoncillos diminutos que transmiten las palabras, los susurros,
los siseos…
Y
es entonces cuando espasmos de brazos y piernas aparecen acompasados levemente
al principio para terminar en un
desconcertante ir y venir de miembros en movimiento. El torso cae sobre
las rodillas convirtiéndonos en ese justo momento (no antes ni después) en un
ovillo de huesos y músculos, de saliva y lágrimas.
En
ocasiones la vida nos ofrece una GRAN OPORTUNIDAD: morirnos de la risa, y para
eso solo hay que querer NACER DESDE LA TRISTEZA.