miércoles, 24 de octubre de 2012

Grandes catástrofes artificiales (1).


Grandes catástrofes artificiales.

Se habla del huracán y de los terremotos como si aquí no hubiera sitio para otro tipo de desastres, aquellos que provocan daños irreversibles en cuestiones quizá más cotidianas, o que pasan desapercibida para el público que mide más de 2,18: el llamado gran público.
Nos centraremos en rescatar –a base de llamadas a las cuatro menos cuarto de la tarde- testimonios creíbles sobre cada situación estudiada. Creíbles por los gritos al responder y el golpe al colgarnos (el teléfono). Pero siempre se pueden apuntar palabrotas nuevas.
Testimonio 1: El caso de los calzoncillos fláccidos.
Fue en Minesota, cómo no. Todo comenzó cuando la Sra. Sara Honosará salió temprano de su casa y tropezó con la ropa que su marido, Tom Tomghou había tendido delante de la puerta principal. Fue sin duda un calzoncillo teóricamente blanco, sin más, que se adhirió como la tapa pringosa de un yogur a las gafas de Sara, de forma espontánea, quizá empujado por la leve brisa de la primera hora de la mañana. No fue solo que, al volver del balanceo se llevara las gafas adheridas, sino que, debido a su flagrante miopía, Sara movió sus brazos en el vacío intentando recuperarlas para lograr tan solo una caída hacia delante de metro y ochenta centímetros, despreciando escalones y rampas, finalizando en la acera, donde le esperaba un buen golpe en la frente, al que atendió con el debido rigor y maldiciones.
La escena era presenciada por el dueño del local de apuestas de la acera de enfrente, Joseph Tiembre, quien, profundamente enamorado de Sara y su falta de agudeza visual, esperaba una oportunidad como ésta para lanzarse a los brazos de su platónica amada. De hecho, la recogió del suelo justo cuando, en otro vaivén de la caprichosa ventisca mañanera, un segundo calzoncillo, aún más falto de almidón y entereza que el anterior, vino a abofetear con fuerza el rostro de Josep, dejando que dos de los huecos de la prenda, destinadas a ajustarse a las piernas del ausente Tom, produjeran el “efecto antifaz” sobre el rostro del comerciante/mafiosillo.
Así fue como los fotografió la prensa, que acudió con rapidez a la llamada de la cotilla del mes, la Sra. Ashley Yorden, vecina de al lado de Sara, quien volvió al suelo a pesar de agarrarse a otros dos del total de cinco calzoncillos tendidos por Tom al amanecer del día. Estos dos últimos fueron quizá los que más dejaron ver su cualidad de falta de entereza y ajuste, pues funcionaron como el peor de los agarres posibles en el caso de que alguien no quiera caerse al suelo en su presencia.
La segunda recogida de Sara por parte de Josep fue la que ocupó las portadas de los diarios de la tarde. En ella, Josep, en plena orgía con un calzoncillo como máscara, agarraba por donde podía a Sara, quien, con una “prenda quizá blanca, pero estirada, sin gracia", en cada mano, parecía ofrecer una interminable noche (o día, era temprano) de lujuria y perdición al hombre que escondía el rostro junto a ella.
Sólo el aviso de que un jabalí andaba por la urbanización desvió la atención de las dos mil personas convocadas y Sara pudo volver a casa con los bolsillos llenos de unos vulgares trapos blancos, sin la menor enjundia ni evocación de su finalidad original.
A la hora de comer, Tom juró por sus muertos que compraba un tendedero nuevo. Su mujer, con cara seria y mirando la televisión, le dijo que bastaba con abrir el que compraron el día de la boda. Tom no volvería a usar el cable de alta tensión que bajaba desde el poste de la esquina de su calle hasta la puerta y retiró las pinzas metálicas. Una situación que comunicaría a la compañía eléctrica lo antes posible. Mientras, veía el armario de los paños de cocina lleno a rebosar de retales más o menos blancos, destinados a limpiar cristales, persianas y sanitarios. Las tijeras de Sara habían hecho justicia a su manera.
Agarrándose el sonajero con la mano izquierda, Tom subió a su habitación, a buscar unas bragas que, bajo el pantalón, le permitieran sentarse con comodidad a ver su programa favorito, uno que hablaba de cómo soportar las tensiones sin perder la elasticidad del carácter. Lo presentaba el famoso locutor Walton Torroh, que en su juventud fue uno de los precursores del tanga masculino estampado.