lunes, 24 de diciembre de 2007

La ovejita saltarina

-¡Salta ovejita!-
dice el pastor.
Y la ovejita saltarina
salta un montón.
Llega tan alto
que puede alcanzar
las manzanas del árbol
para merendar.
Cógeme una hermosa,
le dice el pastor
que quiero regalarla
al Niño de Dios.
Y sigue saltando
llega hasta la luna
y coge luceros
para la cuna.
Y ya cansadita
de tanto saltar
se duerme junto al Niño
y encuentra la Paz.

martes, 18 de diciembre de 2007

No me llores

No me llores amor
que hoy te voy a cantar
esas canciones tan bonitas
que aprendí allende el mar.
Quizás el sueño nos sorprenda
y olvidemos un día más
que esta noche no tuvimos
ni un caldo para cenar.
No me llores mi amor,
que te voy a cantar
la canción de aquella niña
que jugaba con el mar,
y encontró una caracola
y la usó como collar.
No me llores amor
que quizás el mundo cambie
pues dicen que es Navidad.

sábado, 15 de diciembre de 2007

LUNA

La Luna no quería salir. Estaba llena y se sentía gorda, con mal aspecto. Fueron llegando los planetas para convencerla, pero no hubo suerte.

-El Sol tiene la culpa, -decían todos, sin ser capaces de mirarle a la cara fijamente.

La Tierra no quería intervenir en los asuntos de la pareja, pero tenía otras miles esperando a enamorarse.

Un espejo muy grande resolvió el problema. Uno de esos de las ferias, donde tu imagen se alarga y se hace esbelta. Después de un rato, La Luna se veía de nuevo en cuarto creciente, fina y puntiaguda, con algo de misterio.

El Sol dio por terminado ese día un poco antes y se acercó a verla con rayos rojos que giraron a su alrededor antes de perderse en el horizonte. Ella le hizo esperar lo justo, porque salió temprano, de improviso. Para deslumbrarle de noche.

Y lo consiguió.

EPITAFIO

Ay, Sinfo, no di con la tecla de arreglar la tele como me pediste, la que se puso con las rayas blancas en la pantalla verde al lado de tu cama y hacían piii, piiii, piiiiii,… porque me tuve que ir a la manicura, aquí cerca de la clínica. No creo que te murieras por el disgusto, ¿a que no, tesoro?

No te haces idea de lo que te echo de menos: Muchíííííísimo. Y quédate tranquilo, que me he casado con tu hermano Floro, sí, el que pudo cobrar la quiniela.

Siempre tuya y contigo, tu Macaria.

viernes, 14 de diciembre de 2007

el boceto

Yo pude haber muerto en un cómodo lecho. Debí haber muerto en un cómodo lecho, en la serenidad de la vejez, rodeada de lujos y servidores, de príncipes y reyes. Pero me tocó vivir otros tiempos.

Los de mi infancia fueron tiempos de felicidad, los de mi madurez, tiempos convulsos. Y también hubo un tiempo joven en que cualquier mujer habría dado sus ojos por vivir tan sólo un día en mi piel.

Porque yo fui la esposa del hombre más poderoso del mundo. Es decir, que lo tuve todo. Lo que me correspondía por nacimiento, en realidad. Pero es que además supe jugar bien mis cartas. Y así fue hasta que los acontecimientos soplaron sobre el castillo que había construido con ellas y me lo arrebataron todo, hasta la vida. Me arrebataron hasta la muerte, hasta esa muerte serena que yo había previsto, que había ganado, que había merecido.

No me lamento ahora. No me lamento de nada, ni siquiera de mi muerte violenta, porque después de ella ninguna otra cosa importa. ¿Por qué había de lamentarme? ¿no nací acaso hija de emperadores? ¿no tuve en mi infancia cuanto quise? riqueza, un padre amante, los juegos, la educación relajada, palacios y servidores. No sé qué puedo decir ahora, desde este lugar inaccesible a la mayoría de los mortales, desde mi distinguida altura en la Historia. Podría decir tal vez, y no mentiría, que no quise ni busqué voluntariamente este sitio, dicen que privilegiado, que me condujo a la muerte con la madurez apenas empezando a rondarme. No voy a tratar de justificar mis errores. ¿Quién, en la edad de la inconsciencia, y con poder en su mano, no los habría cometido?. Otros no fueron juzgados. Yo sí.

Los últimos días en prisión hice algo que nunca antes había hecho: reflexionar. Reflexioné sobre los acontecimientos y mis hechos, sobre lo que me hizo ser y actuar como lo hice. Incluso tomé algunos apuntes, pese a que no soy una erudita y escribir me aburre. Y nunca lo habría hecho de no ser por las desgraciadas circunstancias. ¿A qué va una persona a reflexionar sobre sí misma o el mundo? ¡qué estupidez! De no ser por las desgraciadas circunstancias, me habría limitado a vivir como me enseñaron que debía hacerlo. En estos días recordé, como todos dicen que se hace ante la muerte, los acontecimientos de mi vida, que en ese momento me resultaban extraños, como ajenos, como si los hubiese vivido otra persona.

Recordé por ejemplo el día en que mi padre me regaló una pequeña carroza en miniatura, lo justo para que yo me sentara en su banquito aterciopelado. Era una obra de arte, sin duda debió de costar una fortuna, toda de maderas nobles y cristal. Un paje estaba siempre a su lado, dispuesto a tirar de ella para llevarme donde yo le ordenase. Mi madre se enfadó un poco, al principio. No quiero que hagas de la pequeña una derrochadora. Pero mi padre nunca me negó un capricho y ella, la gran Archiduquesa, andaba siempre tan ocupada en sus muy serios asuntos de estado. No iba a ocuparse de una niña que se iba malcriando, cuando su empeño estaba en pacificar Europa.

Así pasó mi infancia, y así la Archiduquesa concertó mi matrimonio. Mucho antes de que yo sintiera deseos de abandonar mis juegos o tomara interés por algún asunto serio (en honor a la verdad, cosas ambas que no han llegado a ocurrir en toda mi vida) me vi casada con un jovenzuelo apenas un año mayor que yo. Dos chiquillos casados, y el mundo pendiente de ellos. Sería para reír si no fuese para llorar. Sin embargo, éste fue el gran triunfo de mi madre: unirme al heredero del trono más poderoso de Europa, al delfín de Francia.

Cuentan que el día de mi recibimiento a orillas del Rhin, en la frontera entre Francia y Alemania, prácticamente en tierra de nadie, en aquellos recintos precipitadamente construidos para la ocasión, entró un joven estudiante alemán que después sería famoso poeta. Creo recordar que se llamaba Goethe. Entró como otros, para admirar los tapices y las pinturas clásicas que se instalaron para la gran fiesta, y cuentan que hubo que echarlo por alborotador, porque andaba de un lado a otro gesticulando y gritando que las escenas representadas en los tapices elegidos eran un mal augurio para cualquier matrimonio. Me divierte pensar que este chico tuvo un destello visionario, y que intuyó el fracaso de mi regio marido. Aun me hace sonreír cuando lo pienso.

Mi marido fue incapaz de cumplir con sus obligaciones conyugales durante los siete primeros años de nuestro real pero ficticio matrimonio. Yo, o mejor, la niña que era entonces, sufría el enorme desconcierto de mi situación. Delicada situación, por cuanto que todo el mundo conoció mi indeseable virginidad. Y cuando digo todo el mundo, soy exacta, pues era comentario habitual de todos los embajadores que estaban en París. Situación envidiable, por otra parte, ya que aclarado que la culpa no era mía, sino de un pequeño defecto de los reales genitales –solucionable con una pequeña operación, como se demostró después- la conmiseración de la corte y mi aspecto delicado hacían a todos tratarme con exquisito cuidado, negándome pocos caprichos. En este sentido, pues, no echaba de menos mi casa. No había conseguido, no obstante, librarme de la influencia de mi madre, quien severa y tierna a la vez, como siempre, seguía tratando de controlar mis actos a través de cartas en las que me demostraba que, misteriosamente, estaba al tanto de todos mis actos. Así, seguía insistiendo una y otra vez en que me instruyera, me educara, me interesara por los asuntos de Estado, en cómo debía comportarme de forma adecuada. Pero su mano no era tan larga, y puesto que en la corte francesa habrían considerado una injerencia imperdonable cualquier intento de intromisión en mis asuntos -que ahora eran asuntos de Francia- por parte de la Archiduquesa austriaca, me las apañaba sin dificultad para manejar a mi antojo a las pocas personas que podían tener alguna ascendencia sobre mí: el viejo rey, demasiado entretenido con su concubina real, y mi marido, a quien su propia culpa le hacía, por una parte, entregarse a desenfrenadas y agotadoras jornadas de caza que lo alejaban durante largos días, y por otra, a concederme en caprichos lo que no me podía conceder en nuestro lecho.

Así me acostumbré a creer que era mi derecho que la gente me amara, consideré que me pertenecían las aclamaciones de la multitud a la hermosa delfina, que las merecía simplemente porque me correspondían, porque la vida me las daba. Aunque en realidad esto es mi forma de expresar ahora lo que sentía entonces. Porque entonces yo no pensaba, sentía. Sentía que tenía derecho a tenerlo todo, a disponer de todo y de todos. Cuando murió el viejo rey y asumí el papel de reina consorte, mi satisfacción se debió principalmente a la convicción de que ya no había nadie por encima de mí, nadie que discutiese ni uno sólo de mis caprichos, nadie que me estorbase actuar en cada momento al arbitrio de mis antojos, razonables o no. Nadie que se atreviese a juzgarme, al menos en voz alta. Nada más me interesaba. Con mis pocos años y un carácter alegre y expansivo, sin freno social, familiar o económico que me impidiese acometer las más dislocadas extravagancias, me creé una justa fama de despilfarradora, amoral y gobernante frívola y alejada del pueblo. ¿El pueblo?, pero ¿quién era el pueblo para mí?. No más que una masa de gente sin rostro nacidos para servirme. No era nadie. Se me puede condenar por esto, por esto se me condenó. Pero no hice más que lo que había aprendido de otros reyes y gobernadores que antes de mí fueron. No a todos se les juzgó, no a todos.

Así viví hasta que tuve hijos. El rey cumplió al fin su obligación, me hizo procrear; no tuvimos mucho más contacto, y aunque nuestra relación era amistosa, no nos interesábamos mutuamente. Mis pequeños, ellos no tuvieron tiempo. Se criaban en la misma visión del mundo que yo tenía, conocían la vida que les estaba destinada, la que no se cumplió, pero no conocían nada del mundo, fuera de Versalles. Temí por ellos una vez, lo recuerdo bien, cuando se agolpó una gran multitud en las afueras del palacio pidiendo pan. Por supuesto que no hice el comentario cruel que la Historia ha puesto en mis labios. En realidad, mi boca y todo mi cuerpo estaban paralizados por primera vez en mi vida. Por primera vez mi reacción no fue la cólera frente a la contrariedad, sino el miedo. Así la maternidad le cambia la vida a una mujer, sea reina o no lo sea.

Confieso que no pude prever que la crisis que se extendía por esa Francia que yo no había llegado a conocer, me afectara tan grandemente. Así, mucho no me preocupé. No sabía a qué extremos de odio y valor pueden llevarte la desesperación y la pobreza, ni con qué razones. Cuando me vine a dar cuenta, cuando los acontecimientos me obligaron a mirar a ese pueblo cuya situación empeoraba por días, cuando comprendí que me habían elegido como víctima propiciatoria por causante de sus desgracias, me sentí indiferente. Y cuanto más me atacaban, más indiferente me sentía yo. No clamé por la injusticia como no había agradecido antes los regalos. Consideré este giro de los acontecimientos tan mío y pertinente como el resto de mi vida. Me dolió por mis hijos. Incluso llegué a sentirlo por el ciudadano Capeto (así terminaron por llamar a mi esposo) como lo habría sentido por un viejo amigo, pero no lloré por él. Lloré por mis hijos. Me defendí y los defendí a ellos hasta donde me lo permitieron, hasta donde supe, y adopté una actitud que aprendí sin maestros: tenía el convencimiento de que debía comportarme dignamente, y así lo hice, sin esfuerzo y sin alardes. Cuando asumí que toda lucha era inútil, tampoco juzgué a nadie. Cada cual había cumplido su papel, cada cual se había apropiado del sitio en que la vida y los sucesos que vivimos lo habían colocado y no culpé a nadie de mi mala suerte, como a nadie había reconocido por la buena.

Camino del cadalso llevaba la mirada baja, la cabeza inclinada, un poco ladeada. No me arrepentía de nada, no era por eso. No me asustaban tampoco los insultos de la chusma, que en realidad no oía, ni me avergonzaba de las tristes ropas de campesina y el mugriento calzado con los que me habían vestido. En realidad llevaba la cabeza baja porque recordaba. Pensaba en mi padre, en su mano fuerte y firme que cogía la mía con cariño en aquel jardín de mi infancia, mientras su sonrisa me decía: «señorita, ya está bien de caprichos por hoy». Pensaba en mis pequeños y casi podía sentir sus manitas apretando las mías, como lo hacían interminablemente durante el encierro, mientras nos permitieron estar juntos. Así, casi de reojo, divisé en una esquina una cara ligeramente conocida. Recordé que se trataba de un retratista de los muchos que me habían pintado en alguna ocasión; creo que se llamaba Jean Louis David. Me hizo recordar, por última vez en vida, aquellos días en que un artista se sentía el más dichoso si tenía acceso a un gesto mío para dejarlo reflejado en un lienzo. Varios lo hicieron y les valió una fortuna, ya que toda la corte me imitaba. Madamme Vigée-Lebrun recibió tantos encargos tras pintarme con mis hijos, que no pudo terminar ninguno antes de que los retratados huyeran, o el polaco Kucharski, que tampoco pudo terminar su cuadro antes de nuestra huida a Varennes.

Así de raros somos los humanos, que enfrentados a la situación más trascendente, somos capaces de enredarnos en rumiar las mayores trivialidades. De este modo, pensando en todos esos retratos en que aparezco rodeada de esplendores, miré de nuevo al pintor que sobre el papel apoyado en su propia mano, trazaba un rápido bosquejo mientras me miraba con una fijeza insolente y alcé orgullosamente la cabeza, no dijera la posteridad que María Antonieta, Reina de Francia, entregó su cabeza humillada a Madamme Gillotine.

Ahora cada vez que contemplo ese irreconocible boceto en el que parezco una campesina, ahí, eterno y olvidado en su rincón del Louvre... siento que podría haber tenido otra vida, que yo podría haber muerto en una cama.

jueves, 13 de diciembre de 2007

EN EL CALLEJÓN.

Sentí la proximidad en el callejón semioscuro. Eran cuatro hombres. Los mismos cuatro que yo esperaba: Mis alumnos de último curso de bachillerato.

Aminoré el paso, me volví despacio y entonces supieron quién era. Les daba igual, o tal vez no, atracarme a mí que a otro cualquiera. Me leyó el pensamiento Arturo, el más listo, el jefe, al decirme que, por mi conocimiento sobre ellos, tendrían que matarme. Y yo debía comprenderlo, añadió.

No necesito el factor sorpresa cuando me enfrento a menos de diez adversarios. Desenvainé mi espada poniéndola a la luz de la farola. La sonrisa desapareció de sus rostros, y lucieron también sus cuchillos para mí. Me moví rápido para indicar a mis amigos que cerraran el callejón por ambos extremos con sus coches. No intervendrían, según mis instrucciones. Mis alumnos temieron una encerrona. Los coches iluminarán el escenario, nada más, les informé.

Recobraron su aspecto de tipos duros, fríos y seguros de su fuerza. Yo no tuve que cambiar mi expresión.

Dejé caer mi chaqueta y llamé al primero con un gesto de la mano. Avanzó Guillermo, como si tuviera el número uno de una cola para comprar. Comenzó a girar a mi alrededor y terminó la primera vuelta con la punta de mi espada saliendo por la parte posterior de su cuello. Le escupí llamándole tonto a gritos, sabiendo que todavía me oía. Recuperé mi espada y lo dejé caer de espaldas, sin apenas ruido.

El silencio se respetó por parte de todos: los tres que quedaban de pie y mis amigos.

Llamé al segundo y esta vez no se adelantó ninguno. Arturo tuvo que animar a Jairo para que se envalentonara y viniera por mí. Su actitud fue mucho más precavida que la de Guillermo, pero no había en su cuerpo la gracia que debe tener un cazador sobre su presa. Lo adiviné tenso y en un movimiento inesperado –tanto para él como para mí- describí medio círculo que terminó sobre su cabeza, quedando simétricamente partida en dos.

Ahora vi por fin el miedo en los dos que quedaban. Arturo y Fabián dejaron caer sus cuchillos al suelo, echándose para atrás.

Dije que había venido a matar a cuatro hombres, no a sacrificar cuatro cerdos. Vi  caras de niños que comenzaban a llorar espantados –ahora sí, hoy sí- al mirar a sus amigos, sus colegas, camaradas de tantas aventuras.

Avancé con parsimonia. No di explicaciones y separé una cara incrédula de un cuerpo que yo había soñado con hacer sufrir mucho más. Ninguna de las tres muertes que había llevado a cabo era la adecuada. Al ver caer el guiñapo del penúltimo violador de la niña negra de mi instituto, empecé a ver que ninguna tortura habría devuelto las ganas de vivir a la muchacha. Aún así, me fui a por el cuarto.

-No tengo ganas de verte vivir, Arturo. Creo, igual que pensabais los cuatro, que hay quien sobra en el mundo. 

No me oía. No creo que nadie lo hiciera. Además, ¿para qué sermonear a alguien que no pondrá nunca en práctica lo que le dicen?

Solté la espada. Su estupidez le hizo concebir esperanzas y mi locura se las arrancó tras recoger una maza de acero que mis amigos guardaban como una de las posibilidades. Empecé a golpear con saña, contando hasta llegar al mismo número de golpes que ellos –el video de seguridad que lo grabó todo me lo aprendí de memoria- dieron a la niña indefensa. La niña negra recién llegada para este nuevo curso.

Yo también soy un recién llegado. Y mis amigos. Tardarán en sospechar de nosotros, unos aburridos profesores blancos de Matemáticas.

 

BIOGRAFÍAS.

Ermegio de Greenvillage.

Poeta del siglo XIV, nacido de familia de pelirrojos. No tuvo nunca reparos en criticar al rey y su corte cuando lo invitaban. El rey y sus nobles tampoco tuvieron reparos en ahorcarle la única vez que lo invitaron, para escuchar sus poemas en la boda de Sir Claxon de Candentown.

 Atanasio de Gloucester.

Pastor protestante, fue denunciado por las numerosas ovejas dejadas a su cargo, hartas de que no estuviera nunca conforme con la forma en que pastaban. “También nosotras tenemos de qué quejarnos y no protestamos tanto”, decía el informe recibido.

 Floro de Basketville.

Amante incomparable, sedujo a todas las mujeres de su aldea cercana al mar, antes de los diez años, allá por el 1.005. Los maridos le reían la gracia hasta esa edad. A los once intentaron arponearle y huyó en una frágil embarcación al continente. Allí, incontinente, la lió con varias princesas europeas. Sólo diez siglos después se publicó por los investigadores la explicación de tanto niño con siete dedos en el pie derecho que hay en la Comunidad Económica Europea.

 Dioclanto de Persépolis.

Luchó con los dioses, se fajó con héroes y mantuvo idilios con la hermosa Flesbos, de la isla sagrada de Enkalaparedis. Acabó de limpiabotas, por un cheque sin fondos.

 Krisavlenkaya de Kiev.

Primera mujer aceptada en los cosacos. Montaba a caballo como el viento. Sobre su negro corcel llegó a parir a sus cuatro hijos. Cuando fue nombrada capitana de su tercio, en la estepa, tuvieron que acondicionar su silla para que cupieran bien los archivos, junto a las alforjas y la cantimplora. La espada siempre la llevó sobre los hombros, como los hombres. Coherente, murió al bajar del caballo, que estaba comiendo hierba fresca al lado de un precipicio, no porque ella estuviera torpona.

 Mihatma de Teherán.

Con la escoba no podía detener ya las dunas del desierto que se metían en el portal de su casa. Lo intentó con grandes aspiradoras y hasta con un ventilador gigante, en contra del viento, cuando las grandes tormentas. Se cansó, sobre todo por el cachondeíto de su cuñada Rahatabbla, y desertó del desierto.

 Paco Pérez, de Chiclana.

Empezó en Astilleros Españoles Buenísimos, de aprendiz. Se clavó una astilla en un descuido y lo dejó. Consiguió un empleo de relojero, pero empleaba mal su tiempo. Se contrató para dar la salida en las carreras, pero una salida de tono con un amigo, provocó la descalificación de todos los atletas en varias finales de cien metros, por salidas falsas. Cuando se ordenó sacerdote, pensó tener un trabajo definitivo, pero repartió unas ostias de más en una pelea y tuvo que dejarlo. En la actualidad se le utiliza en un laboratorio para encuestas del INEM.

 Luizzinho Cauto de Caipirinha.

Incomparable pescador de pirañas, se hizo famoso por llegar a arreglarles la dentadura, de modo que, hoy por hoy, se puede decir que la mayoría son vegetarianas, con esos molares planos, más aptos para rumiar.

 Chan Chi To de Manchuria Oeste.

¿Qué sería del arroz al vacío sin este hombre? Pues no se habría arrojado tanto arroz por los desfiladeros, precipicios ni azoteas, “al vacío”, como él decía. Cuando lo cogieron, le dieron una buena somanta.

 Otto Krausemberger de Moenchengladbach.

Los tanques alemanes, de las temibles panzerdivitzionen, eran incontenibles. Pero Otto, firme ante el Fürher, consiguió instalar servicios dentro de las cabinas, al lado del que dispara. Y con revistas, para no estar aburrido.

 Olaf Kornak del fiordo Böshenbjork.

Vikingo engañado por sus tres esposas, promovió llevar cuernos a lo largo de toda la coraza, no sólo en el casco, a modo de contabilidad de las infidelidades. Escribió un tratado sobre estabilidad conyugal que no leyó nadie.

 Phedora Lagartitis de Alejandría.

Lo que hoy llamamos intrigas palaciegas, tramas urdidas en la sombra y demás contubernios en reinados e imperios, lo fraguó esta mujer. Llegó hasta el extremo de que dos generales, amigos desde que nacieron, iban a asesinar al faraón ¿no?; pues acabaron abriendo cuentas separadas para los gastos de cada uno; tales fueron las insidias que oyeron uno del otro de la boca de Phedora. Mantuvieron sólo abierta la cuenta de la casa para el agua y la contribución.

 Mario Botelletti de Turín.

Tertuliano de tascas. Dio conferencias, en los bares, instruyendo sobre cómo dar coba al cafelito y la copa de anís para que te duren toda la tarde, mientras ves pasar la gente. Desde el año 1.911, en que murió al beberse un capuchino frío, se abren los cafés con una foto de Mario, con su copa en la mano, sonriendo raro porque le retrataron justo después de realizar la extroversión de un cuesco.

 Louis Gotta Jr de Teenneessee.

“Trigo, no das pa viví, la vida é máh quel trigá, yo traigo viví en el tren, vivo sin tragá al traidó, y un trago me hase insistí en que intrigá tó es pa ná.” Con su banjo y la orquesta sinfónica de Sacramento, esta canción del profundo sur estuvo seis semanas en el número dos de las listas de éxitos de todo el profundo sur.

 Mondongon Bassula de Zaire.

En su tribu se aburría. Aprobaba sin repasar, casi. Le pagaron los estudios universitarios que soñaba, los de poesía escatológica congoleña del siglo XVI, y sacó sobresaliente cum laude en su tesis. Volvió como un héroe a la aldea y su padre tuvo el feo detalle de recordarle, en la cena de bienvenida, que había dejado la cama sin hacer.

 Ricardo Pamposo de Río de la Plata.

Bailador tremendo, incansable sobre el caballo, invencible en el canto, bebedor infinito. Murió a los doce años. “Es que así no se puede, tú”, reza en su epitafio.


MALAS INFLUENCIAS


Lo paso bien contigo. Me seduces cada día. Susurras en mi oído las más prohibidas tentaciones. Consigues ganar a menudo la batalla a mi conciencia. Me guías sugerente hacia el paraíso; el mismo desde el que cuentan, un día, algún dios te hizo caer.

lunes, 10 de diciembre de 2007

PARA QUE LO REAL NUNCA TE ALCANCE

Deja que desmerezca tu bondad;

que no te mire si sé que me miras.

Deja que olvide toda la verdad

y de verdad me aloje en la mentira.

 

No te presentes con tu alma de tul,

que no harás juego conmigo, harapiento.

De los capítulos tristes del cuento,

no me rescates, mi princesa azul.

 

Ni con tu lanza mates más dragones:

Ninguno quiso quemar mi razón.

Dieron calor a un pobre corazón

y yo enfrié sus bravos corazones.

 

Ni comas más manzanas de venenos,

para dormir a la espera de un beso.

Salva a la bruja de su maldición

y sigue en busca de un príncipe bueno.

 

Yo que soñé que todas mis canciones

que tuve que inventar en el infierno,

te cantaría aquí en el cielo eterno

de brujas, duendes, magos y dragones,

no he resultado sino un triste diablo,

que no logró jamás soñar contigo.

Porque si cuento no sé lo que digo.

Porque si canto no sé de qué hablo.

 

Reniega de este cuentacuentos, vuela,

para que lo real nunca te alcance.

Vive en el cuento, amor, la magia, el lance

del caballero y tú, princesa eterna.

domingo, 9 de diciembre de 2007

RECORRIÉNDOLE

Trepé al castaño y observé sin pestañear, la dicha que en suerte me tocó disfrutar a mis años. Tanto tiempo sin que mis piernas probasen su fuerza en ese intento, tantas ganas de sentir nuevamente el riesgo, el vértigo que me produce asomarme al mirador de mis deseos; tanto y tanto esperar para recorrer, para deslizar su hermoso tronco entre mis manos; tanto observarle a diario, hasta que al fin sucedió, y el no saber ni su nombre resultó ser lo de menos. Me bastaba con lo que era capaz de ofrecerme y con el tono cálido de sus cabellos.

ANALOGÍAS

Hablemos de las analogías,

los parecidos de los humanos

con los bichejos con o sin patas,

e incluso aquellos que tienen manos.

 

Patologías, enfermedades,

Males, dolencias raras o usuales,

¿Cómo las sufren los animales?

¿Se le acentúan con las edades?

 

Enumeremos casos posibles

y comparémoslos con los males

que en las personas son habituales,

por ser más  blandas o más sensibles.

 

Tortícolis para las jirafas,

los elefantes con sinusitis,

muchas serpientes con dermatitis

y no más de dos conejos con gafas.

 

Cientos de caries en cocodrilos,

en la última fila de colmillos,

donde no llega ningún cepillo:

Te hablo de los que van por el Nilo.

  

Y justo desde que el mundo es mundo,

me he planteado la mar de veces

un pensamiento frío y profundo:

¿Tienen reúma todos los peces?

  

En otro orden de prioridades,

si tiene un cuerno el rinoceronte

y dos el toro, entonces proponte:

¿La vaca es  más de infidelidades?

Harto difícil es de contestar,

pues en el ciervo, pongo por caso,

sería asunto de un buen repaso

ver a la cierva, e investigar.

  

Las aves, como los negociantes,

empiezan siempre pisando el suelo,

y, salvo algunos vuelos rasantes,

en general levantan el vuelo

 y buscan ver el séptimo cielo

los pájaros y los comerciantes.

Otro apartado: el de la comida

donde nos parecemos bastante:

Según quién tome  antes la salida,

nos comen o los comemos antes.

 

En los aspectos más rutinarios,

parecen más tranquilos, más lentos

y no se prestan al esperpento

de unos ropajes estrafalarios.

Viven desnudos, duermen sin tiempo,

sin la presión de despertadores,

que ya está el Sol, ese gran invento,

para avisar de luz a diario.

 

Tendrán vecinos, como nosotros,

pero sin piso propio ni en renta,

fresco colchón de hierba se inventan,

y si uno sale se acuesta otro.

 

¿Definitivamente distintos?

queda bien claro que, en situaciones

de hambre o de miedo, sale el instinto

y valen muchas comparaciones

  

Finalizamos: en los sepelios

los bichos muertos a los más vivos

no leen salmos del evangelio

sino que sirven de aperitivo.

Ahí parecemos algo más serios

sábado, 8 de diciembre de 2007

TU ABRAZO

El olvido lo traía en mi bolsillo, 

el del pantalón, donde suelen estar mis manos. 

La condena en la chaqueta, tan vieja, 

y el rencor en la camisa, aún con sangre. 

Pero me desnudó tu abrazo, 

y salió a relucir el perdón, 

que curó todas las heridas.

TESTAMENTO

Como todos los días, desperté en mi casa sin saber dónde estaba.

 Vi que se preparaba el café ante la impaciencia de apenas quince de mis muchos familiares reunidos en el salón.

Según me acercaba a ellos, retiraban las bandejas para dejar la mesa libre y repetir el hechizo alrededor de la médium, Eduvigis Pomerenke.

Y, como siempre, en un segundo, los dados negros decidieron en cuál de las cien casas que fueron de mi propiedad me aparecería al día siguiente.

El juego otorga tres puntos a los que llegan antes de que me haga visible y el primero que alcance los cien se queda con todo.

Aunque cansa, me parece un testamento emocionante. 

AHORA SÍ


 Por primera vez entré en casa sintiendo miedo:

Esta mañana me abrió la puerta un mequetrefe con bata blanca, una sonrisa y una aguja. Sólo mencionó un número para dirigirse a mí.

Sin que pudiera mostrarle mi desprecio, me dijo:

-A ver esa sangre, abuelo.

Yo le indiqué el corazón bajo mi capa.

Él se rió y contestó:

-Con la orina será suficiente para lo que le piden. Los datos personales rellénelos usted, por favor.

Dijo después “¡El siguiente!”, y allí me dejó. A mí, al conde Drácula, con la solicitud de la jubilación en la mano.

Despedí al cochero y regresé a pie hasta mi ataúd.

Ahora sí que sé lo que es la muerte de verdad.

 

 

jueves, 6 de diciembre de 2007

LA PUERTA

Nunca coronaron mi casa dos batientes.

La rectangularidad siempre venció sobre el medio punto.

Hace mucho tiempo, hubo una puerta partida, que acogía a mis padres, calladamente.

Eran momentos de infancia, de niños que ya eran mayores.

Y sus mayores, también los míos, les aguardaban en el umbral pacientemente.

Después, tras las maderas, comían, trabajaban, reían y soñaban.

Con la certeza de que curtidas manos les amparaban, entre franelas, aperos y ollas calientes.

¡Cuánto me hubiera gustado cruzar el zaguán y estar con ellos!

¡Cuánto hubiera dado por estar un segundo con los que nunca me vieron!

¡Cuánto, Dios mío, cuánto… por mi abuelos!

(prosema)

Abriendo ventanas

sUn ungüento amarillo es el que frente al espejo uso para exfoliarme la piel
y he llegado a notar como de ella también se desprenden las escamas de tus recuerdos.
Estoy limpia de tí, así me siento
y la toxicidad que me provocaba el halo de tu respiración ya no me hace daño.
Mudo la piel, si quieres llamarlo así, como pitón coralina y
los colores que marcan mis contornos ahora se han hecho más vivos.
Reluzco, reflejo el sol que sobre mi superficie se posa
y puedo ver que la sombra que se mostraba como pozo profundo
se ha vestido de diminutas luciérnagas,
pequeñas como motas de purpurina pero blancas y brillantes cual tizas de escuela.
Que bueno esto de que no me interese tu vida, de que ya no ocupes las esquinas de mi casa
donde ahora satisfecha dejo que reposen el polvo y los peces plata.

PRAXIS

El delegado japonés, Rasura Lakara, resbaló al poner el primer pie en la Sala. Con los dos pies por delante, sin soltar su maletín, acabó sentado al revés en su sillón, el segundo por la derecha.  El jabón que le sirvió de patín no pudo ser sacado de la boca del enviado italiano, Ptolomeo Porcistitti, hasta una hora después.

Casi de modo simultáneo, el representante de Industrias Panaderas Coreanas Yokoltopan, se quemó los faldones de su abrigo de Cachemir al pasar por la pequeña llama de gas que mantenía caliente el café y el té previstos para los descansos.

Uno por uno, todos los participantes en la Conferencia Mundial de Seguridad e Higiene en el Trabajo, sufrieron algún percance que cumplía con los objetivos: Inmediatos y de consecuencias casi funestas. Además, por supuesto, inesperados, sin tiempo a borrar la sonrisa idiota de la cara.

El organizador y ponente principal, Antolín Farto, fue felicitado por sus jefes, dado el carácter eminentemente práctico de la  Convención.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

PARALEERNOS

"Homenaje a nuestro blog"

Pequeños
Abecedarios
Revolotean
A
La
Espera.
Estas
Rimas
No
Osan
Salir.

martes, 4 de diciembre de 2007

ENTRE BAMBALINAS


Amor mío, tenemos suerte. Tú y yo somos muy afortunados. Cada uno forma parte del centro del otro. Cada día juntos, compartiendo charlas, cine, música, libros y roces es lo máximo a lo que habíamos aspirado.


Los amigos se aburren de sus parejas. Pasan dos años y ya, el desencanto, el hastío. Y es que la gente no sabe montarse la historia. Al principio, todo fuego; fuego en la mirada, fuego en las caricias, en las entrañas. Hasta en lo cotidiano irrumpe el deseo, que hace de los amantes lo que le viene en gana.


¿Y después? Después, cuando van acabándose las municiones, esa pérdida de explosividad les hace perder, a la vez, la fantasía, la puesta en escena que dé credibilidad a la función que aguarda tras el telón para formar parte de la realidad.


Tú eres tú en mí, cuando hace tiempo que no eres; o sea, cuando comienzo a echarte de menos, porque llevas un año siendo, no Alberto, sino Daniel, y ya me va apeteciendo volver a tenerte.
Y es que el amor, vida mía, hay que inventárselo a partir de los dos primeros años.


Cuando vuelva a ser Victoria y deje de ser María, házmelo saber; te lo suplico.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Editorial Diciembre 2007

Bienvenidoas a nuestro segundo mes.

Noviembre, con toda su mala prensa, ha sido nuestro padrino para nacer. Y nos hemos envalentonado.

Balance de colaboraciones = Explosión. Se escribe como uno siente, no se traicionan los estilos; el rigor aparece, no amenaza pero se instala; no molesta, pero vigila. Nos hace más detallistas, pero no menos valientes. Resultado: Somos y seremos más exigentes con nosotros mismos y con los demás.

Cada incorporación, cada debut, ha sido una fiesta, sabiendo que quedan todavía apariciones pendientes, que se esperan con ganas.

 ¿Proyectos? Seguro que muchos. Ahí está el papel blanco esperando propuestas.

La mía, aprovechando el turno de iniciación del mes, es la de un concurso interno mensual mínimo y obligatorio, con votación y comentarios que la justifiquen incluidos. Aquí se juega en serio. Los sistemas de puntuación se deben acordar tanto en los valores como en el tiempo para resolver. Mi idea es que haya dos semanas para escribir y una para votar. En caso de no estar de acuerdo, seguiríamos con nuestras aportaciones, libres y espontáneas, sin medida de tiempo.

Pero, en diciembre, seguro que la tradición debe reinar por encima de cualquier otro criterio, propongo un concurso de relatos con tema que tenga que ver con... la Feria de Sevilla. Para la Navidad, ya habrá tiempo en Semana Santa.

Por lo que llevamos hecho, y por lo que vamos a ser capaces de hacer, ¡Feliz primer mes!



 

FUE NADA

El vacío y la decepción imperaban:

la nada se extendía sin remedio.

Sólo el logró huir,

casi cortando el viento.

Un intenso escalofrío le atrapó. Apenas quedaba tiempo.

Las mágicas melodías de su mundo se apagaron

enmudecidas por un horrible lamento.

La esperanza dio paso a la desesperación

cuando la fría guadaña rozó su cuerpo.

Era la primera vez que sentía dolor.

Dolor verdadero.

Entonces su mirada se tiñó de azul.

La nada alcanzó su objeto.

Bajo un sucio cartel se halló sepultado.

Todo estaba hecho.

Ya nadie soñará con unicornios.

La fantasía ha muerto.

(prosema)

sábado, 1 de diciembre de 2007

PREMONICIÓN


Me preguntaba a menudo el porqué de ese sueño que me visitaba casi a diario, más insistentemente en los días aquellos en los que teníamos que compartir trabajo; esos días en los que tu presencia parecía aliviar mis tediosas horas de oficina.

Era un sueño del que despertaba agotada sin llegar a recordar qué provocaba ese cansancio, y donde me derramabas descarado el vaso de agua sobre el teclado.

Lo descubrí hace muy poco. Ahora, mi piel se eriza de sólo recordar el motivo por el cual ya no lo sueño, y por el que llevo desde la A hasta la Z, grabadas en mi trasero.

CRUZANDO CON ESPERANZA

Sobre la alfombra azul y recostada en el sofá ocre, era como le gustaba leer el periódico. Junto a ella su hijo Angel. Hacía unas semanas que habían celebrado su cumpleaños. Era un niño muy despierto, sociable, imaginativo. Era sin duda alguna, su mayor tesoro. Desde hacía ocho años, todo en su vida era distinto. Angel lo llenaba todo. No concebía su vida sin él.
Leía los titulares. Su hijo mientras tanto miraba los dibujos de su libro de ADAPTACION AL MEDIO. Le gustaba leer, tal vez porque desde pequeño ella le había leído historias de dragones, dinosaurios y todo eso que tanto le hacía fantasear.
Dejó a un lado el periódico y detuvo su mirada en las manos de su hijo. Eran pequeñas pero regordetas. Con agilidad pasaba una tras otra las hojas del libro. Ana sonrió. Junto a su mano derecha estaba el suplemento dominical. Comenzó a leer un artículo sobre Los Borgia. Se entusiasmó. Devoraba cada palabra, cada frase. Era sorprendente la vida de ellos.
“¿por qué muere un niño, mamá? . ¿Qué es la in-mi-gra-ci-ón?”, Preguntó el niño mientras con su dedo índice perfilaba un pequeño ataúd blanco que aparecía en una foto del periódico. Ana se sobrecogió. “¿Qué dices Angel?”, le preguntó mientras el niño no dejaba de mirar la foto. Perfilaba una y otra vez el pequeño ataúd blanco que sobre el cuadríl llevaba una joven negra de mirada pérdida. Ana se acercó al niño y juntos contemplaron la foto. No la recordaba, pero también ella se preguntó el porqué de todas aquellas muertes inútiles.
“Ven Angel, quiero contarte una historia”, le dijo Ana mientras el niño dejaba caer su cabeza sobre las piernas de su madre.
“La historia que voy a contarte es la de una pequeña gaviota llamada Aicha y de su cría Hope”.
Angel miraba fijamente a su madre. Ella comenzó a acariciarle el pelo y suavemente comenzó a contarle.

Érase una vez, una gaviota que vivía en una pequeña isla. Allí, hacía tiempo que el mar había comenzado a destruir los acantilados. Las aguas furiosas rompían en las rocas, y éstas poco a poco fueron vencidas. Aicha miraba desde el cielo la imagen de su hogar destruido. Y comenzó a sentir miedo, no por ella , sino por su cría Hope. Sabía que si el mar continuaba rompiendo con tal fuerza, llegaría un momento en que todo sería playa y no tendría donde anidar; donde potegerla Hope de las alimañas...
Continuó volando con sus alas muy extendidas. Mirando al mar enfurecido e intentando encontrar entre las olas algún pececillo que poder coger para alimentar a su cría.

. “¿Sabes por qué se llamaba Hope la cria?”, preguntó a su hijo mientras éste no dejaba de mirarla. ”No mamá, porqué”, respondió el chiquillo mientras se restregaba la naricilla. “Pues se llamaba Hope, porque esa palabra significa Esperanza. Y Aicha soñaba, esperaba, deseaba, poder darle a su cría un tranquilo y hermoso acantilado donde vivir”.

La pequeña gaviota, desde un saliente de la roca, veía a su madre como una y otra vez se zambullía en el mar y como una y otra vez salía sin ningún pez en el pico. Hope esperaba ansiosa. Quería comer. Tenía frío. Y su madre una y otra vez sobre el mar encrespado. Y una y otra vez sin nada que comer. Al fin, Aicha cansada ya de tanto intentarlo, voló hasta el saliente en el que estaba la pequeña gaviota. Picoteó el pequeño cuello. Y con un lenguaje secreto, madre e hija entendieron que debían de marchar. Debían cruzar el gran río y buscar en la otra orilla . Una junta la otra, emprendieron el gran vuelo alimentadas por la ilusión de un mar amable, de unas rocas seguras y de miles de pececitos que poder comer.
Día y noche, madre e hija surcaron los cielos y cruzaron el gran río. Sin embargo, cuando divisaban unas rocas seguras y miles de peces jugando en la orilla, la pequeña Hope sintió que no tenía fuerzas. Graznó bajito, tan bajito que su madre no la oyó. Comenzó a sentir cada vez más la espuma en sus patas. El gran río la llamaba y ella continuaba graznado, sin éxito. Cuando Aicha volvió para buscar a su cría, tan sólo encontró el cielo azul. Miró hacia las aguas, y sobre ellas descubrió el cuerpo blanco de Hope. Se lanzó sobre ella. La picoteó y en su lenguaje secreto le gritaba ”!mira Hope, mira!. Hemos cruzado el gran rio. Allí está nuestra roca. Vuela Hope, vuela!”. La pequeña cría continuaba inmóvil, y su madre miraba hacia la roca. La gran roca estaba allí, tan cerca... y sin embargo tan lejos. Aicha se dejó mecer por las aguas...
A la mañana siguiente, un pescador encontró junto a su barca una cría de gaviota y una gaviota adulta que picoteaba incansablemente las aguas azules. Y colorín colorado...

“!Que pena mamá!. ¿Eso fue lo que le pasó a este niño?. Su mamá quería una casa mejor para los dos?. ¿Eso es la in-mi-gra-ci-ón?”, preguntó el niño mientras se sentaba frente a su madre. “Sí Angel, eso es la inmigración. Buscar un lugar mejor para vivir”.

FALTA UNO

Sabía que la casa no estaba vacía.

El 17 salió apoyándose en el marco de la pared, con los ojos enrojecidos.

Algo después el 9, un tipo bajito, con mucho esfuerzo, pasó por la ventana al jardín, donde pudo volver a respirar.

El 14 salió arrastrándose, casi asfixiado.

Y el 2 fue sacado en camilla.

Pero no era el último: Según su lista, faltaba el 6.

Dorita Merton celebraba fiestas que empezaban y terminaban a la hora exacta que ella establecía. Ni un minuto más ni uno menos.

Numeraba los vasos, los bocadillos y a los invitados. Cuando decía “se acabó, fuera de aquí” lo decía en serio. 

Supo, según su lista, que el número 6 aún estaba dentro. Y el gas, si bien era tóxico según el prospecto, no era mortal: Lanzó otra granada.