domingo, 18 de octubre de 2009

MONTAÑA IMPRESIONANTE

Subí de la montaña
hasta la cumbre
y contemplando
desde aquella altura
la bella inmensidad
que la rodea,
silenciosa quedé
de asombro muda.
La maravilla
que ante mí tenía,
con palabras
no puedo describirla
hay que tenerla cerca
y admirarla,
llenar el corazón
y los sentidos
de tan alba hermosura,
soberana.
Al descender,
antes de despedirme
quise posar en ella
una nueva mirada
y llena de emoción
sólo le dije:
Yo me inclino ante ti,
Sierra nevada.

TURNOS.

Norma Bowles, la gran dama de la pantalla, se miró al espejo y se convenció de que todavía era capaz de seducir a cualquiera. Se dijo “basta” a la soledad, se maquilló y se fue al cine. A verse de joven.
Thomas Bellenger, ardiente seguidor de Norma, la llamaba todas las semanas, cuando el repartidor de flores le confirmaba haber hecho la entrega del ramo a la diva en propia mano.
Ella no le respondía nunca. Se sentía capaz de encontrar el amor como mujer, no como un mito. Pero tantas flores le hicieron mella.
Thomas tuvo un accidente y ella se enteró por casualidad. Fue a verle al hospital y él se lanzó a hablar en cuanto la enfermera terminó la cura diaria de la herida.
-Lo siento, señorita Bowles, -dijo Thomas-, ya no puedo enamorarme de usted. Ahora sé que ha venido a verme para cuidarme mientras estoy enfermo y quién sabe si para que le cuide yo cuando sea vieja, teniendo en cuenta nuestra diferencia de edad. Hay momentos en la vida en que se nos presenta una oportunidad de amar, ese momento único que no hay que dejar pasar, sin pensarlo, y arrojarse en unos brazos que reman un barco que pasa, como el propio río de la vida por delante…
Norma bajaba por el ascensor más o menos por lo del “momento único” del discurso de Thomas mirando al techo.
Cogió su agenda y se dirigió al domicilio del situado en segundo lugar de su ranking de admiradores incondicionales, un tal Lawrence Ford, economista. No vivía lejos de allí, pero llamó antes para saber si se encontraba bien de salud.

SEGUIMIENTOS.

De todas las camareras, en tantos caterings a los que he tenido que acudir, sólo me interesaba ver los ojos de una. Su altura y la altura a la que llevaba la bandeja en alto, suponían contentarme con su trenza, gruesa, brillante y castaña, que adornaba los canapés que ofrecía.
Antes de ayer, desesperado, soborné a una encargada de la limpieza que puso en su taquilla unos tacones negros, altos pero muy cómodos.
Al ver su trenza más alta, supe que había aceptado el regalo. Me acerqué y, ahora por fin mirándola a sus ojos, la saludé con un brindis:
-Hola, Sagrario, -le dije a mi cuñada.
-Hola, Segis, -me contestó- coge de los de salmón con queso, que están buenísimos.
Con las manos llenas de canapés, dirigí mi vida a descubrir quién sería la mujer del vestido rojo que dejaba ver unos preciosos hoyuelos en los músculos de su espalda. Pero no había prisa, de modo que miré hacia la ventana cuando ella se dio la vuelta. De vuelta en casa, me pegué contra el marco de la puerta del cuarto de baño al ver el vestido rojo tendido en mi cama.
-Ni me has mirado en la cena, cariño, -me dijo Laura cuando terminó de cepillarse los dientes-. Es un vestido nuevo, para darte
una sorpresa.