domingo, 18 de octubre de 2009

SEGUIMIENTOS.

De todas las camareras, en tantos caterings a los que he tenido que acudir, sólo me interesaba ver los ojos de una. Su altura y la altura a la que llevaba la bandeja en alto, suponían contentarme con su trenza, gruesa, brillante y castaña, que adornaba los canapés que ofrecía.
Antes de ayer, desesperado, soborné a una encargada de la limpieza que puso en su taquilla unos tacones negros, altos pero muy cómodos.
Al ver su trenza más alta, supe que había aceptado el regalo. Me acerqué y, ahora por fin mirándola a sus ojos, la saludé con un brindis:
-Hola, Sagrario, -le dije a mi cuñada.
-Hola, Segis, -me contestó- coge de los de salmón con queso, que están buenísimos.
Con las manos llenas de canapés, dirigí mi vida a descubrir quién sería la mujer del vestido rojo que dejaba ver unos preciosos hoyuelos en los músculos de su espalda. Pero no había prisa, de modo que miré hacia la ventana cuando ella se dio la vuelta. De vuelta en casa, me pegué contra el marco de la puerta del cuarto de baño al ver el vestido rojo tendido en mi cama.
-Ni me has mirado en la cena, cariño, -me dijo Laura cuando terminó de cepillarse los dientes-. Es un vestido nuevo, para darte
una sorpresa.

2 comentarios:

Paquita dijo...

Gabriel, que prolífico eres escrbiendo, acabo deleer lo antrior y me encuentro con esto nuevo eres una mente prodigiosa.
Este personaje estaba ennortado,
mendiente de la camarera no se percató que la señora del traje rojo era su muje. Inaudito, los hay despistados. Un abrazo

Clea dijo...

Es que en todo no se puede estar.