martes, 21 de febrero de 2012

OFICIO DE ESCRIBIR (2).

Perseguir la idea.

El germen de la novela de Mikel, la idea generadora, eran los celos. Él los sentía rugir en sus entrañas, las cuales correspondían con el mismo ruido. Se levantó de la silla, dejó el ordenador en reposo y se fue a preparar algo de comer.

Mientras estructuraba su obra mentalmente, se limpiaba una mano con la otra y tiraba al cubo de la basura –y fallaba- la servilleta pringada de mayonesa que había recogido del suelo, tras dejar caer la sardina en aceite que había intentado poner en un bocadillo. Mikel pensó en Sonia González de Allende. Su ex novia.

Sonia era preciosa, era inteligente. Pero Mikel tenía muy claro que no sabía elegir al hombre de su vida y que se equivocaba al mudarse de piso para irse a vivir con el tal Joaquín, rompiendo -además de una pareja- la estabilidad económica de Mikel. Y dejando el frigorífico dedicado a custodiar latas de sardinas y tarros de mayonesa, lo único que Mikel supo –y pudo- comprar desde que ella se fue.

Quería vengarse por escrito. El tal Joaquín era muy grandote y aún le dolían los nudillos por el golpe que le dio en la cabeza por detrás. Un golpe que se encargó de devolverle la propia Sonia golpeándole a él por delante. Se frotó el ojo y aún sentía el calor del puñetazo. Después se limpió la mayonesa del párpado.

Cuando la sardina recogida volvió a salir despedida de entre las dos rebanadas de pan, Mikel vio una metáfora de su vida: todo lo que se aprieta en exceso, todo lo que se quiere morder con prisa y se agarra con desesperación, acaba escurriéndose entre las manos. Como la sardina. Como el amor de Sonia.

Volvió a agacharse para recoger la comida del suelo y, al subir, sintió un vértigo que le hizo trastabillarse. Intentó agarrar la puerta de la nevera, pero la mayonesa le hizo perder capacidad de adhesión y volvió al suelo, esta vez con todo el peso de su cuerpo, su pijama y su batín.

Algo más tarde, sin prestar atención a que tenía las gafas metidas en la boca, dejó la comida en el suelo, cerró la puerta del frigorífico y se dirigió con paso corto pero firme a su escritorio.

Sin vacilar un segundo, con la idea fluyendo como un torrente, rellenó en un documento nuevo un capítulo tras otro, con especial regusto en el que contenía la forma en que Sonia y Joaquín iban a morir estrangulados por las manos de Mikel. Por las manos –pringosas- del despecho. Aunque les daría una oportunidad de salvarse.

No sintió hambre ni sed. Sólo los celos le provocaban un dolor extraño, un vacío sin final.

La noche le acompañó en su teclear, hasta que algo le hizo detenerse, un simple ruido al que no atendió más que lo suficiente como para guardar lo escrito hasta entonces, evitando el desastre de que se borrara por un descuido.

Sabía que tendría que reescribir más de una vez su historia, pero ya tenía la columna vertebral, el centro de gravedad.

Apenas terminado el capítulo donde Sonia intentaba que les perdonara la vida y él se lo pensaba en un derroche de generosidad, Mikel oyó otro ruido, apenas perceptible.

Se levantó y, al ver a Sonia y Joaquín en el dormitorio, se llevó un susto de muerte. Ellos recogían ropa y libros de Sonia y los guardaban sin hablar en una maleta. Cuando entró Mikel, se quedaron petrificados.

-Un momento, esperadme aquí, -dijo Mikel mientras apuntaba con una pistola sin balas a la cabeza de Joaquín, que estaba pálido.

Mikel encontró con rapidez el párrafo donde –después de cavilar- seguía dudando entre el perdón y la tortura con estrangulamiento de los dos traidores, más inclinado a lo primero que a lo segundo.

Sin preocuparse en borrar nada antes, intercaló una escena donde vaciaría un cargador repartiendo plomo entre su antigua novia y su amante moderno. Sería sustituir frialdad por pasión canalla, pero no se alteraría lo más importante, el crimen pasional como fin lógico para unos celos infinitos.

Al pulsar la primera tecla, el ordenador le devolvió un mensaje: “Versión para demo caducada. Introduzca el disco original del procesador de textos.”

Mikel volvió a la habitación donde Sonia y Joaquín, aterrorizados, esperaban su muerte cogidos de la mano.

-Mira, Tití, (así llamaba a Sonia desde que la conocía) a ver si te llegas en un momento a casa de tu madre y le pides el programa este que me instaló, pero con la clave buena.

Sonia no quiso responder. Se relajó, cogió la maleta y empujó a Joaquín hacia la salida.

-Vámonos, -dijo-, éste no será capaz de disparar si no lo tiene por escrito. Jamás haría nada que no tuviera antes en un documento.

Mikel dejó caer el revólver. Ella le conocía mejor que nadie. En efecto, se remitió a lo escrito y, como un dios, dueño de la vida y la muerte, les condujo a la salida y, aún en el rellano, les dio su bendición. Como en la novela.

Al entrar en la cocina, resbaló sobre un charco de mayonesa y se quedó en el suelo, viendo amanecer a través de la ventana. Como en la novela.