martes, 18 de noviembre de 2008

RECICLANDO EL ALMA

Blanca espera a que, a las ocho, su marido salga para el trabajo (pica diariamente a las nueve, en una fábrica textil). Hasta las siete de la mañana del día siguiente, se sentirá un poco dueña de su hogar, de sus decisiones, aunque se reduzcan únicamente a poner los pies en el sofá, o poder ver su programa de televisión preferido. Y cada noche, justo después de su marcha, ella recogerá los restos de la cena que le colocó por delante (más tarde y en paz, comerá algo ligero, un sándwich, como tantos días), tomará todas esas pastillas, unas ocho diarias, incluyendo la que le ayuda a soportar la decepción, y también tirará hoy un blíster vacío de la píldora anticonceptiva, aunque hace más de dos meses que no le hubiese hecho ninguna falta.

A las nueve la espera Inés en la esquina. Es como un ritual. También ella habrá recogido, momentos antes, los restos de un día pesado, difícil. Se habrá secado las lágrimas en el delantal. Habrá reunido para el contenedor de vidrio, todas esas botellas cuyo contenido son, en parte, la consecuencia por la que desde hace una semana tenga que utilizar de nuevo ese espeso maquillaje que le asfixia los poros y le hace ahogar un grito inmenso.

Las encuentro en esa espera, cuando llego a casa, o si tengo que salir a esa hora, por algún motivo, bien a una, bien a otra, fieles a su cita.

Con dos carritos de los que se usan para la compra, uno azul y el otro verde, para no sobrecargar las articulaciones, ambas amigas hacen juntas el camino hasta los contenedores y reciclan minuciosamente cada sobra, cada resto separado. Después, a la vuelta y ya mucho más ligeras, vuelven a hacer parada en la misma esquina, donde se cuentan su día, se aconsejan y hasta se ríen. En definitiva, se recuperan del día de hoy para enfrentarse al de mañana.
Recordé que guardaba desde hace años un carro igual que el verde. Llevo tres noches acompañándolas.