jueves, 28 de mayo de 2009

Confidencias

Todos charlaban animadamente a su alrededor. De vez en cuando la miraban y le dirigían alguna frase a voz en grito. Otros gesticulaban mucho al hablarle, pero lo cierto es que nadie sabía si podía escuchar ni comprender, desde hacía más de 15 años cuando un accidente vascular la regresó a su más tierna infancia. La levantaban temprano y tras el aseo pertinente, la sentaban en su silla de ruedas instalándola en un rinconcito de la mesa de camilla hasta que al caer la noche la devolvían a su cama.
De repente nació una nieta. No pudo sostenerla en sus brazos pero desde que se miraron por vez primera supo que se entenderían.
Mentalmente competía con su nieta a ver cuál ensuciaba más pañales y al final del día, el balance solía ser positivo para ella, porque el bebé aún no sabía contar y un último apretón antes de acostarse la dejaba siempre con ventaja. Luego sonreía levemente. Todos pensaban que era un acto reflejo. Sólo ella y el bebé sabían la verdad. Entonces el bebé lloraba.
Comenzaron las primeras papillas de la pequeña. Descubrieron que los sobrantes eran fáciles de digerir también para la abuela, de modo que…Ahora reía la niña.
Pasaban los meses. Los primeros cumpleaños… La abuela agradeció para sus adentros que hubieran terminado las odiosas papillas.
La pequeña pronto comenzó a hablar. Primero balbuceaba y después con su lengua de trapo era capaz de contar mil y una historias sin que la escuchara nada más que la resignada abuela desde su rincón. Pronto desarrolló un buen vocabulario para su edad.
Pasaban muchas horas juntas. Compartían una canguro aficionada a las novelas que las dejaba desenvolverse a su aire. La niña jugaba con la abuela al parchís, a la oca, al monopoly, y siempre le ganaba aprovechándose de que la pobre mujer no podía mover ficha alguna. Reía la niña. Cuando jugaban a ver quien escupía más lejos o a rebosar el vaso haciendo pompas, la campeona era la abuela.
Un buen día, se empeñó en que la anciana quería arroz con leche, y sus solícitas hijas le prepararon aquel plato que tan bien cocinaba ella de joven, pero que nadie se había percatado que no probaba nunca porque lo detestaba.
Una semana entera estuvo comiendo a diario aquel engrudo que empezaba a estar agrio, mientras la nieta sonreía diciendo que la abuelita quería un poco más. Mientras la niña se revolcaba de risa la anciana maquinaba como desquitarse y eso la mantenía viva y feliz cada día. Lo mejor de todo era cuando reían juntas y todos se preguntaban el porqué.
Una mañana la niña se hizo mujer echando de menos la risa de su mejor confidente.