miércoles, 7 de abril de 2010

La pluma

Durante un mes la estuve contemplando en su estuche de terciopelo entreabierto tras el cristal del escaparate de la tienda de antigüedades. Llegó el día de mi cumpleaños y fue entonces cuando la llevé a casa.
Compré aquella pluma para escribir historias… Principalmente historias de esas que hacen estremecer, o bien esas otras que culminan en una novela de pasión con tintes históricos… Para lo demás, pensaba seguir utilizando mi ordenador por cuestiones prácticas.
La puse en mi mesa de trabajo junto a un libro en blanco. Me pareció perfecta. Puse la fecha y comencé a escribir. Noté que se atascaba un poco y la limpié. Luego puse un título y soltó una gota de tinta que emborronó el escrito, y volví a limpiarla con un paño muy suave. Vuelta a atascar. Decidí encender el ordenador y esperar al día siguiente. Quizás había pasado demasiado tiempo sin tinta y necesitaba acomodarse. Al soltarla rodó y se quedó junto al cuaderno. Comencé a teclear y noté cómo a mis espaldas algo raspaba el papel. ¡La pluma estaba escribiendo sola! La observé varios días y ella escribía tantas páginas como yo lo hiciera con el ordenador pero usaba algún extraño dialecto que no lograba identificar ni con Google.
Al principio me hizo gracia y la enseñaba a los amigos, pero después comenzó a resultarme un poco inquietante. Aunque yo parara de escribir ella continuaba compulsivamente. Mi precioso libro blanco estaba ahora lleno de extrañas palabras que acaparaban toda mi atención. Contemplar cómo escribía aquella pluma comenzó a convertirse en una obsesión. Ya apenas dormía. La miraba mientras comía, preguntándome qué me intentaba transmitir. Me levantaba a media noche y ella seguía escribiendo. Aunque la guardara separada de mis folios encontraba la manera de expresarse. Una mañana me levanté y todas las paredes del salón estaban escritas. Continuaba por el pasillo.
Consulté especialistas en lenguas vivas. Después a otros en lenguas muertas y al cabo de los meses me llegó una terrible pista a través de la red. Tenía que deshacerme de ella inmediatamente. Quizás aún estuviese a tiempo. Si la leyenda tenía fundamento, cuando parara de escribir acabarían los días del que la poseyera si antes no había sido quemada o comprada. Encendí la chimenea y cuando fui a atraparla descansaba tranquilamente en su estuche…