lunes, 16 de marzo de 2009

TRANQUILO, MAESTRO.

-Pero maestro,  hágale u dígale  usté argo ar bicho, que tós tenemos cosas que hasé en casa.

-Ya, ya mismo voy,  Emeterio,  ya mismo se lo pongo claro.

En la Plaza de la Maestranza, primer día de la feria de abril, Chabacanito toma la alternativa y la gente al principio ha comprendido su toreo de calma y sosiego, de parada y pausa, pero son las once de la noche y no queda ni un alma entre el público. Abajo, en la arena, solos están el toro Damocles II y el diestro, aunque es zurdo. Cerca, en la barrera, su fiel subalterno, Emeterio Román, que le ha guiado en su carrera, con su sabiduría y su paciencia, su tenacidad y capacidad para buscarle esta gran corrida, donde iba a dar el gran paso como matador de toros. Iba.

El hombre no se decide y el toro, dormido, se tumba junto a unas tablas confortables. Finalmente, Emeterio y Chabacanito le echan un capote por encima, no sea que coja frío. Salen los dos por la puerta del Príncipe, imposible de cerrar desde hace un mes por culpa de una bisagra sin reparar.

-Tienen que traerla de Madrí, explica el hombre de confianza del torero.

-Ya, ya, me hago a la idea, -responde desde el fondo de su alma el llamado a copar las tertulias taurinas de los próximos diez años, mientras buscan un sitio abierto para cenar.

 

HORAS CONTADAS.

Sala 4. Morgue de París. Un cadáver yace frío sobre la camilla, a la espera de que alguien lo raje. Número 66.214: Mujer blanca, de unos treinta años, pelo negro rizado y uñas largas y esmaltadas. Pesará unos sesenta kilos, es/era alta. Presenta heridas de bala. Una tubería gotea con el ruido de un sonar submarino, nota aguda al final. El bisturí se acerca. A un par de milímetros del corazón sin latir, la hoja se detiene. El forense deja caer el escalpelo, que choca metálicamente contra la losa, acompañando a un grito de desesperación: Ha vuelto a dejarse la ropa dentro de la lavadora. Sabe lo que pasará si su esposa le descubre. Echa a correr como un poseso y antes del final del pasillo su ayudante le grita desde la sala: ¡Piegg, no coggas, sivuplés; es la última de hoy y nos vamos. Hasló pog mí! Pierre se detiene y, apoyado en la pared, hace gestos a su ayudante, que le ve volver despacio a la tarea. Pero por dentro sabe que, después de lo del pantalón sin doblar del martes pasado, es cuestión de horas. Mira el informe sobre la cabeza de la mujer y, tras los datos personales, puede leerse “Disparos a quemarropa. Hallada por sus suegros sin peinar dos veces en un mismo año”. 
“Es lógico”, piensa, “Ella se lo ha buscado”. 

El cuento de "La princesa cautiva"

Y la princesa, harta de esperar un caballero que la rescatase de aquella torre en la que la habían encerrado, decidió poner remedio a su situación.
Había leído muchas historias al respecto, pero ninguna la convencía, así pues, se quitó la corona y con la brillante estrella dorada que tenía al frente, logró forzar una gran caja de herramientas que encontró tras una gran cortina. Semanas estuvo trabajando para construir una escala con el somier de su cama, y las puntillas que iba quitando a todos los muebles.
Cuando estuvo lista, aprovechó la noche para huir mientras el guardián dormía.
Como era muy mañosa, logró arrancar el 4x4 puenteando y así puso kilómetros de por medio.
En su huída, recogió a un stopista del que se enamoró. Pero no se casó porque no quiso y lo puso a trabajar en su cocina mientras ella acababa el máster que había empezado siendo cautiva. Y colorin… Fin