-Pero maestro, hágale u dígale usté argo ar bicho, que tós tenemos cosas que hasé en casa.
-Ya, ya mismo voy, Emeterio, ya mismo se lo pongo claro.
En la Plaza de la Maestranza, primer día de la feria de abril, Chabacanito toma la alternativa y la gente al principio ha comprendido su toreo de calma y sosiego, de parada y pausa, pero son las once de la noche y no queda ni un alma entre el público. Abajo, en la arena, solos están el toro Damocles II y el diestro, aunque es zurdo. Cerca, en la barrera, su fiel subalterno, Emeterio Román, que le ha guiado en su carrera, con su sabiduría y su paciencia, su tenacidad y capacidad para buscarle esta gran corrida, donde iba a dar el gran paso como matador de toros. Iba.
El hombre no se decide y el toro, dormido, se tumba junto a unas tablas confortables. Finalmente, Emeterio y Chabacanito le echan un capote por encima, no sea que coja frío. Salen los dos por la puerta del Príncipe, imposible de cerrar desde hace un mes por culpa de una bisagra sin reparar.
-Tienen que traerla de Madrí, explica el hombre de confianza del torero.
-Ya, ya, me hago a la idea, -responde desde el fondo de su alma el llamado a copar las tertulias taurinas de los próximos diez años, mientras buscan un sitio abierto para cenar.