domingo, 7 de marzo de 2010

CAJAS DE CARTÓN


Ignacio me miraba desde su trona. Jugaba con su osito de peluche mientras saboreaba el último trozo de galleta que se había llevado a la boca. Miraba mi ir y venir de una esquina de la casa a otra. Todas las cajas a medio completar. La ropa de invierno sobre el brazo del sofá; la de él, en la maleta grande azul con ruedas. No había forma de llevárselo todo, lo sabía pero me negaba a aceptarlo. Seguía intentando no dejarme nada atrás, ¿o tal vez sí?
Desde que Charly se había marchado, nada había sido igual. Durante un tiempo me aferré a la idea de su vuelta. Le llamaba. Tomábamos un café. Charlábamos como dos amigos. ¡Qué ironía!, nunca fuimos amigos, ahora lo sé, o tal vez sea mejor decir que ahora lo siento así. Charly se había ido y yo debía irme también, lejos, muy lejos. Ignacio era lo único que me unía a él, pero ni siquiera su hijo, nuestro hijo, nos había hecho alcanzar esa amistad que tanto había deseado tiempo atrás.
Las cajas se amontonaban por el piso. En todas las habitaciones una o dos cajas de cartón aguardaban a ser cerradas, a no ser llenadas con más objetos. Se me olvidó, como siempre, cuanto pesan los recuerdos; una vida entera. Se me olvidó que luego no iba a poder con ellas; pero qué más daba, si la empresa de mudanzas que había contratado tenía buenos y robustos porteadores.
Miré a mi alrededor: toda una vida dentro de unas insignificantes cajas de cartón. Las desnudas paredes contemplaban la imagen desordenada de lo que era ahora mi vida. Al otro lado del atlántico, allende los mares, me esperaba otro país, otro sol, otro amanecer.
Volví al salón. Ignacio se abrazaba a su oso de peluche viejito. Se había dormido mientras yo despertaba de un largo sueño.