sábado, 20 de junio de 2009

SÓLO POR OÍRTE



(También yo pido disculpas por la extensión de este relato, pero quería colgarlo y me parecía que no era lo suficientemente largo como para hacerlo en dos partes. Prometo seguir con mis brevedades como de costumbre. Gracias)
Hoy es tarde de domingo. Todos dicen que es el día más tontorrón de la semana.
Lo sienten tan a los pies del lunes que les aburre, creo que por esa cercanía.
Yo disfruto estas tarde de domingo como el preámbulo de algo maravilloso que
me aguarda: es la presencia de tu voz que parece esperar mi llegada. Me espera sin echarme de menos porque no sabe que en punto y fiel pisaré el umbral de tu puerta, como cada día, a las doce.
Te irás diez minutos más tarde, como todas las mañanas. No sé a dónde, ni me importa. Cuando amanezca será lunes, y con él, comenzará mi ritual, mis días pintados de azul, mi oración.
La mañana se presenta gris. Amenaza lluvia. ¡Vaya por Dios! Son las siete y media. He tomado un café y nada más. No quiero perder el tiempo; es que en los días como hoy se forman muchos atascos y no quisiera llegar tarde a mi encuentro con tu cercana presencia.
No me gustan los días de lluvia, entre otras cosas porque me mojo bastante. ¡Imagínate, en la moto! Por mucho chubasquero que me ponga siempre acabo como una sopa. Por mucho cuidado que tenga, algún material suele estropearse. Y no me agrada eso. Mi trabajo es siempre impecable.
Arranco la moto; algo le pasa. Tiene un ruido raro. ¡A ver si no me da el día la motito!
He hecho parte de la ruta diaria como quien es perseguido por un peligro inminente. La verdad es que no puedo ir a mi ritmo. Llevo retraso por la cantidad de atascos y por esta maldita lluvia que cada vez aprieta más, haciéndolo todo tan difícil. Aliada, además con un viento cruel que parece empeñarse en desviar mi moto a uno y otro lado. Parece gritar con vehemencia: “¡hoy no! ¡Hoy no llegarás!”
Estoy inmerso en un tapón de humo, lluvia, viento y pitidos, por no nombrar los “piropos” que de cuando en cuando me llegan y que se dedican unos y otros al volante. Esto es la sabana en pleno chaparrón.
El reloj va poniéndose también en mi contra. Me encuentro en el corazón de la ciudad, a las once y media, y para conseguir la ilusión que a diario me mueve, tengo que atravesar las calles más estrechas y embotelladas. Hoy no llego.
Miro con impaciencia la luz roja, con el pie y el puño preparados para darle rápido, en cuanto el semáforo quiera ponerse en verde de una puñetera vez. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Ahora! ¡Ahora, por Dios! ¿Qué pasa? Me pitan. ¡Joder! ¡No paro de darle! ¡Este trasto se rindió! ¡Madre mía! ¿Qué hago yo ahora? Tengo que ser puntual y llegar a las doce. ¡Lo siento! Ahí te quedas.
Dejo la moto en la acera; ¡qué me importa a mí la moto! Y echo a correr.
Sé que hay que empezar lentito; eso dicen, para conservar resistencia; porque me queda mucho y tengo poco tiempo. Como además he de hacer paradas obligadas, podré recuperarme a menudo.
Las doce menos veinte; hasta ahora todo bien. Nada que entregar en mano; todo rapidito. Si sigo así, a menos cinco, misión cumplida, y a disfrutar de mi diario privilegio. Dos manzanas aún por hacer y ya estoy.
¡Vaya; una entrega en mano! Eso por hablar. El portal es lúgubre y la humedad se siente hasta en los huesos. Una radio a todo volumen, y otra voz desgañitada, exenta de melodía, lucha por sobresalir. ¡Vaya tela! ¡Qué poco talento! Es que no hay nada que pueda compararse a tu voz y a esa elegancia con la que modulas. Cuando susurras en la melodía; cuando subes y me elevas al cielo. Cuando haces un vibrato, de esos que sólo tú sabes hacer, vibro yo también contigo. No renuncio a eso, por mi vida, que no.
Ésta no se entera. No para de gritar; sí, porque eso no es otra cosa que gritar. Aporreo la puerta para no quemar el timbre. El perro ladra al otro lado y ni por eso. La dejo por imposible y salgo del portal, después de haber acabado con el resto. A esa loca, que le vayan dando y se dé un paseíto para recoger el envío.
Son menos cuarto. Empiezo a correr de nuevo. Ya no me da tiempo a seguir con esta zona. Lo siento; lo haré a la vuelta.
El agua duele en la cara. La carpeta aún aguanta, pero no sé por cuánto tiempo. ¡Ojalá nada se estropee! Sigo corriendo.
-¡Por favor, por favor, apártate!- le digo para mis adentros un aparcacoches que me impide el paso, confiando en su reflejo al verme. El tío que ni me mira y al final tengo que gritarle: “¡quita, hombre!” Pero no reacciona a tiempo y tropezamos. Me caigo con él al suelo, todo embarrado, porque hemos ido a parar a los pies de una obra.
Tengo ganas de llorar. Voy a agarrar mi carpeta, pero se me resbala de las manos con el agua y el lodo. Cuando por fin consigo tenerla por el asa para levantarme, el individuo vuelve a caer encima de mí, y con él, la carpeta, que de nuevo va a parar al suelo, esparciendo todo su contenido.
Y allí me encuentro yo, como quien observa una orilla oscura, cubierta de gaviotas posadas en su arena, que no hacen nada por levantar el vuelo. Y yo, mirando este desastre, que me retiene, que no me deja libertad para seguir mi ritmo.
Sé que no podré entregar ese material, pero no puedo dejarlo ahí; y todo enfangado vuelvo a colocarlo en su sitio. El tipo sigue a lo suyo; no se tiene en pie, de lo que se habrá metido hoy. ¡Maldita sea mi vida! ¡Que no llego!
Corro de nuevo; tanto, tanto que los pies dan constantemente en mi culo. Quedan dos minutos para las doce. Si corro con todas mis fuerzas, lograré estar a punto en tu umbral. Pero aunque me mueven más fuerza y ganas que nunca, también mis zapatos se alían en mi contra. Empapados, no resisten en su sitio. Pesan cada vez más y se resbalan. Se me están cayendo. Como siga así, vuelvo a tropezar. Paro un segundo para quitármelos. Al principio opto por llevarlos en la mano, pero son un engorro; no me dejan seguir el ritmo con los brazos y los revoleo a su suerte. . .
. . . A su suerte que ha sido ir a parar a la cabeza de un policía local, que anda el pobre como yo, ahí en la calle, con lo bien que se está un día como el de hoy en casita. Bueno, eso lo dirá él, porque yo, si no fuera por esta angustia de que si llego o que si no llego, estaría encantado.
¡Y encima le dan un zapatazo!
Me mira con muy mala leche, y yo que me he quedado frío de mi puntería sin quererlo, también le miro absorto. Entonces me llama con la manita y con los ojos para salírseles.
¡Cómo le explico yo a este hombre que no quería hacer eso; que ha sido una mala suerte! ¡Cómo le digo, además, que no puedo ir; porque si voy, te me irás tú! Y tú eres lo que más me importa; y el agente, el pobre, puede esperar para después.
Junto mis manos con gesto que le implora piedad y le ruego perdón, y corro como nunca. Oigo, lejanos ya, los silbidos del poli, pero no viene detrás. ¡Menos mal, que si no…!
Treinta segundos para las doce. Veo tu casa, ya desde la esquina y la felicidad me inunda. Mis pulmones parecen romperse aquí dentro, en mi pecho, que no resiste más.
Con un esprín de esos que más duelen, las doce en punto. ¡Ahora sí! ¡Estoy aquí, en tu puerta! Tu puerta, que es para mí el templo de mis oraciones, el lugar donde me siento pleno, libre y volando a tu lado.
Tu voz me hace volar; sólo tu voz.
Hoy no traigo nada para ti. Menos mal, porque blanco sin mácula no me queda nada de nada.
Me resguardo en el pequeño porche de la entrada, donde siempre, ansioso, espero, me llegue tu melodía. Pero hoy no llega. Los minutos pasan y el silencio, sólo acompañado por el agua, que no cesa, reina en la calle. Al cabo de los quince minutos, adivino tras la puerta un sonido repiqueteante de tacones, bajando la escalera; el ruido de unas llaves y la puerta que se abre. . .
. . . ¡Oh, aquí te tengo! Te has asustado al ver mi desastrosa apariencia. Intento componerme la indumentaria, pero es inútil. Me miras con interrogación, por no preguntarme directamente qué hago en tu portal.
Te digo que me resguardo de la lluvia.
Es que cómo decirte lo que sin querer provocas en mí.
Me dices que si quiero pasar y asearme; que no se lo dirías a cualquiera, pero que son ya muchos años trayendo la correspondencia. Acepto, sólo por saberme un rato más cerca de ti. Y me dices que será el último día que nos veamos por aquí. Te pregunto consternado:
-¿Por qué?
-Porque me mudo de casa. ¿No ha visto el cartel?
-No. No lo he visto. ¿Muy lejos se va?
-No demasiado; a la calle Estrella. Necesitaba una habitación para mis ensayos de canto. No sé si sabrá que canto; y tengo que insonorizar una habitación para no molestar a nadie._
Te escucho, a la vez que enjuago mi cara en el lavabo, para disimular las lágrimas, que no paran de salir de mis ojos. Me encantaría poder decirte que no molestas; que es agradable escuchar tu voz. Y no sólo eso. Quisiera decirte que no sólo no molestas y que es agradable, sino que, además, eres necesaria para mis oídos, para mi día a día, para la salud de mi alma, para mis ilusiones.
Quisiera decirte que no te vayas, pero quién soy yo para eso. No soy más que tu fiel cartero que no tardará en pedir cambio de zona; que no pierde la esperanza de que por algún fallo en la insonorización, un resquicio de música de tu garganta pueda un día volver a resonar en sus oídos.
Mientras, seguirás siendo la gran ausente de mis mañanas.

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XIV).

Batalla bautismal de Usagre.

Familias Roales Pinto do Guimaraes/Bermúdez Tachenko.

Parroquia ermita de Usagre, donde oficia y moja el vicario suplente tercero, padre Tiago Pardo, alias Papamoscas.

La Parroquia cuenta con una cuadrilla de guardacoches profesionales dirigida por Samuel Morris, alias el Bisho Loco, quien además abre el baile después del chocolate con churros.

Aparente calma. Aparente.

Hay abuelas que pueden ir de paquete en moto de 250cc y sin casco. No es el caso de doña Aguasantas Aparicio, muytatarabuela del bautizable. Tras bajarse de la moto por delante, su pelo con aspecto de cepillo esférico hizo llorar a los chiquillos y esgrimir el crucifijo al monaguillo de guardia. Para evitar males mayores, doña Aguasantas hizo una consulta formal:

-¿Ya han bendecido el agua a utilizar en el enfriamiento cerebral del indefenso?

-En todavía no de momento hasta la fecha en particular, -respondió el monaga.

Doña Fuensanta se apoyó en dos trisnietos y metió la cabeza en la pila, de donde salió comparable a una mona gibraltareña con seis pasadas de lija.

Lo bueno era que dejaría ver a los de atrás, ahora con el cabello aplicado a la mente. Lo malo fue que su prima en sexto grado, beata mayor de la Cofradía de la Preciosísima Candela, consideró los hechos como un ataque frívolo y blasfemo hacia el símbolo del agua destinada a las meninges. Ella no era de gritos desde lejos: Se despojó de la pamela (numerada con el 96 para el guardarropa), los tacones (descendió un palmo) y se tiró al cuello de Aguasantas, a quien recriminó que ni su nombre se merecía.

Dadas las edades y las ajustadas fajas usadas por las contendientes, los cocotazos y los mordiscos duraron menos de un cuarto de hora. Al principio, las apuestas daban un tres a uno a favor de la beatífica, pero Aguasantas aprovechaba cualquier oportunidad y en menos de lo que se tarda en digerir un divorcio le abofeteó los dos omóplatos a ritmo caribeño. Instantes después, tras pisarla sin querer, la jurásica se levantaba dando traspiés y se dirigía a la nave donde por fin se celebraba la humidificación.

Más tarde, en el convite, volvieron a cruzarse miradas asesinas entre las dos mujeres: No hizo falta declaración de hostilidades.

Cuando los camareros la encontraron bajo la mesa de padres y padrinos, roncaban tan armoniosamente que las cubrieron con los manteles más limpios que encontraron. Bajo sus cabezas, le colocaron los bolsos llenos de changüis, que para eso estaban pagados.