En el mismo instante en que Fiodorov Kransik traspasó la puerta de la tienda de su tío Tomás para robarle, se quedó helado al verle de pie, mirándole. Junto a sus zapatos había un cuchillo lleno de herrumbre que el viejo había dejado caer.
-Te esperaba, hijo mío –le dijo Tomás-. Vete en paz y olvidemos esto para siempre.
-No quiero que me llames hijo –respondió Fiodorov, apretando fuerte su cuchillo en la mano.
Los dos hombres no se movieron durante un tiempo corto y eterno. Ese tiempo que mide la espera de un hombre para morir.
Fiodorov levantó la mano que empuñaba el cuchillo y avanzó despacio. Se detuvo al ver que su tío no hacía nada por detenerle y rompió a llorar. Creía haber calculado bien la hora en que Tomás dormía y así no le habría encontrado al entrar.
Se lanzó hacia delante y en un salto estuvo tan cerca que se decidió a descargar la fuerza de su brazo sobre él. Un golpe y todo habría terminado.
El cristal, al romperse, sonó como todas las campanas del mundo juntas: A música, a trueno y a muerte.
Al volverse, Fiodorov vio a Tomás tras la puerta, y por fin miró a los ojos de su tío en lugar de su imagen en un espejo.
Con las manos y la camisa manchadas de su propia sangre, Fiodorov vio cómo Tomás levantaba lentamente su pistola hacia él. También lloraba.