lunes, 3 de marzo de 2008

EDITORIAL DE MARZO

Cinco personas comparten una tarde de marzo en la Plaza del Salvador. Las breves notas de una guitarra piden unas monedas.
"He dicho buenas tardes", dice el camarero que acaba de dar las buenas tardes.
Una bandada de palomas levanta el vuelo para volver a posarse.
"¿Es más fácil educar a un adolescente o a un niño?". Es la vida. La plaza hierve. Hombres, mujeres, niños. Risas en círculo. Bebidas en la mesa. Miradas de complicidad. Las cinco personas deciden elegir cuál de ellas ha escrito el mejor relato del improvisado concurso del mes de febrero.
"-Ponemos un número a cada persona y después escribimos a su lado la puntuación.
-¿Del 1 al 5?
-No, del 1 al 4.
-¿Pero el 4 es más que el 1 ó el 1 es más que el 4?"
¿Diálogo de besugos? No, simplemente son de letras, con alguna excepción.
"BLACK HORSE". Caballo ganador. ENHORABUENA Isa. Ella se alegra. Los demás también. Empatía. Beli, atenta a la situación, obsequia a la ganadora con una creación propia. Doble premio, sin duda.
Un hombre de aspecto oriental pone en funcionamiento una y otra vez un perrito naranja de pelo ralo que no parece llamar la atención de los transeúntes.
"¿Qué piensa un pollo nonato cuando intenta romper el cascarón y no lo consigue?". Diez líneas máximo para el mes de marzo. Las cinco personas sonríen y aceptan el reto.
Así son ellas: cercanas, amables, soñadoras, creativas, decididas, sinceras y humanas. Cinco hormiguitas construyendo un sueño.

PROGRESO.

Los Guagunajuros jamás habíamos llorado por culpa de un muerto.

            Y fue venir esa señora maestra de su idioma, vestida y de cara blanca, para que cambiáramos.

            No más morirse nuestro guerrero Psesohueco, comenzó a mojarse ella misma los ojos. Lo bueno era ver cómo se los mojaba más y más según nos veía reír a todos los de la tribu, sobre todo la viuda Camamasancha, que le giraba los ojitos secos a los tres hijos del jefe Trucuchanka, según dicta la ley del Sol. El día podría terminar entre la risa y la cara rara de la blancota, que nos explicó que ella “lloraba”.

            -Yo lloro, pendejos, -gritó sin parar de secarse la cara inútilmente con un trapito blanco que sacaba de vez en cuando.

            Valiente como pocas blancas que antes nos visitaran, la blanca se fue al pueblo grande de al lado, Pinchoacacho, de donde volvió antes de anochecer por el puente colgante para tardar menos. Traía una bolsa al hombro y, al llegar, uno a uno, nos hizo pararnos un ratito dentro de su celda.

            Estábamos muy alegres todos los hombres y mujeres de la tribu, pensando en ver cómo sería la maestra debajo de la ropa, pero al salir sólo conseguimos tener los ojos mojados, igualito que ella.

            Un rato después, con el jefe al frente, el poblado entero pasaba de nuevo junto al cadáver de Psesohueco, al que rociamos con unas gotas de cada uno de nuestros ojos.

            Cuando el último pasó, nos reunimos en el centro del poblado, sin ganas de reír. Un rato después, a la hora de cenar, la maestra nos llamó:

            -No volveré a comerme un guerrero soso y sin cebolla.

            Cenamos muy bien aquella noche. Algunos repitieron por la parte del muslo, lo que antes siempre se tiraba.

            La maestra nos inventó las emociones, los velorios y los condimentos. Pero ni llorando conseguimos verle el chindasvinto.