martes, 8 de junio de 2010

A GOLPE DE TANGO


Venía por la acera abrazando las farolas y cantándole a la calle, silenciosa y oscura, aquello de... “nostalgias, de escuchar su risa loca y sentir junto a mi boca, como un fuego, su respiración. Angustia, de sentirme abandonado y pensar que otro a su lado, pronto, pronto, le hablará de amor…

Le vi desde mi ventana, a lo lejos, como le veo a menudo; unas veces nostálgico, otras furibundo, cuando le da por ahogar sus dolores en el “bareto” de la esquina. No le conozco, ni siquiera sé si es de fiar o cómo se llama. Únicamente sé que está solo, como yo.

Pensé entonces que no sería mala idea hacerle subir a casa, cuando va camino del garito ese, antes de que los tragos de más lo transformen en una piltrafa, en un patético y olvidado loco.

Me asomé a la hora acostumbrada, esperé más de cuarenta minutos, pero esta vez no llegó. Me resultó extraño, incluso me preocupé. Pasaba a diario, desde hacía un mes por lo menos.

Al cabo de la hora y media, el timbre sonó. De pronto se encendió una luz dentro de mí al abrir la puerta y mirarle. Venía sereno, bien vestido. Mi mano fue más rápida que mi prudencia y retiró sin reservas el cabello que le caía sobre los ojos. En ese instante, mis recuerdos retrocedieron treinta años y me vi a mí mismo jugando con un camión amarillo, sobre un montón de arena, en la puerta de mis abuelos, a la vez que un vecino, un señor de unos sesenta años, se acercaba canturreando y me decía: “Carlitos, aquí te dejo a mi nieto, que quiere jugar contigo”. Desde aquel día, jugamos casi todas las tardes, durante mucho tiempo. Ricardo y yo éramos de la misma edad. Un día dejé de verle. Más tarde supe que se había ido a Canarias con su familia. Y ahora lo tenía frente a mí, en una situación que me desconcertaba. Estaba claro que en todo este tiempo no había sido yo el único que observaba (en mi caso, sin saber a quién), hasta que por fin él se ha atrevido a acercárseme.

¿Será quizá ésta una oportunidad para dejar la soledad a un lado? Me fascinaba desde el primer día jugar en la calle, compartir mis tardes con Ricardo y aún me parece que fue ayer cuando su abuelo lo traía de la mano hasta mi montón de arena, mientras entonaba aquello de... “hermano, yo no quiero rebajarme, ni pedirle, ni llorarle, ni decirle que no puedo más vivir…
…Desde mi triste soledad, veré caer las rosas muertas de mi juventud
”.