jueves, 22 de diciembre de 2011

UN DÍA CUALQUIERA.


Pongamos por caso el de hoy, sin ir más lejos.

Golpe de esos de calambre en el codo al apagar el despertador. Me duermo. Me despierta el segundo despertador. Golpe en el codo. Picardía gorda. Se despierta mi mujer que jura que ella no eligió el color de las cortinas del Congreso de los Diputados. Se duerme no antes de girar como una peonza y empellonarme contra la lamparita de mi mesa, que se hace pedacitos.

El de la radio, envalentonado, me dice que hace frío, que llueve y que el viento me va a llevar en volandas a trabajar, para que suba la productividad del país yo solo, sin ayuda de nadie.

Llego a la ducha, donde resbalo y no caigo, pero habría sido mejor hacerlo. Quedo en realidad en postura anaxagórica, es decir, piernas abiertas en lateral con pubis pegado a la peana del lavabo. Son apenas diez minutos lo que tardo en desdoblarme y recuperar una verticalidad digna. Resbalo de nuevo y caigo como Dios manda, o sea, mandíbula contra el frasco de gel con ph neutro –que amortigua el posible k.o. técnico- y culo sentado con gran superficie de contacto en la baldosa.

En cuanto el agua caliente cae sobre mí, me acuerdo y me quito la camiseta cutre del 92 que me pengo para dormir si no hay visitas. Controlo la aplicación del champú para los pies, así como la cantidad justa de pasta de dientes para el pelo y salgo hecho un chaval con la toalla del bidet en la cintura y la alfombrilla sobre los hombros.

Peino mis canas con soltura y mi mujer, al entrar sin preaviso por detrás en el cuarto de baño, configura en el espejo de enfrente una imagen de ministro de hacienda eficaz que logra que suelte el peine y éste quede clavado en una de las placas de escayola del techo. Justo de la que, al arrancar el peine, comienza a caer polvo gris, polvo blanco, agua gris y cadáveres de moscas verdes. Mi pelo pierde su brillo, el que le había provocado la pasta de dientes plena de bioclorosidenoldentina, un compuesto que va de maravilla para los implantes, testado en tiburones y presentadores de telediarios.

Me sacudo el pelo como puedo y mi mujer tose expulsando la mayoría de las cosas que se había tragado en un bostezo simultáneo a mi barrido del cabello.

Nos miramos y, en un nudo elegante, sin apretar mucho, como sólo ella saber hacerlo, se ajusta la corbata sobre su pijama de franela y se va disparada hacia la puerta de la calle, con mi maletín.

No trato de detenerla, pues mi cerebro –antes de las diez y sin cafelito- no articula expresiones reconocidas por la Real Academia.

Ella es lista y, en dos volteretas laterales, se echa de nuevo a dormir sin importarle las incidencias. Pero no jura haber dejado la puerta cerrada.

El reloj sigue su camino. El de la radio se cree que le estoy haciendo el menor caso a sus amenazas climatológicas, económicas y la madre que lo trajo.

Mi mujer vuelve a girar y se rebulle entre las sábanas. Yo trato de recobrar algo del ritmo habitual de mi vida y me voy al sitio donde pongo los calcetines y los zapatos. No entiendo cómo aparecen allí las zapatillas de felpa y unas medias de rejilla de mi talla.

Algo tendrá que ver el orujo, pensamos los dos al mismo tiempo.

-Sí, si no digo que no –expongo- pero eso fue hace muchas noches, ¿no, querida?

Y me da por fin un tembleque sísmico al sistema musculopulmonar que me advierte que son cuatro días los que llevo –llevamos- sin ir a trabajar.

El suave siseo de una carta de despido ¿improcedente? bajo la puerta parece llegar con la idea de esclarecer mi mente.

Ya la abriré mañana, seguro.