Como
de costumbre, la señora Permakel comenzó a barrer a su ritmo y a su hora, las
siete y cuarenta minutos de la semana. Ella había sido percusionista, una gran
batería que tuvo que retirarse cuando perdió un par de dedos en una apuesta. La
acera recibía el roce de la escoba con la misma cadencia que lo hicieron sus
tambores con las escobillas en el principio de temas legendarios como Jazz el Atrapador o Jazz Kestasaquí, cuando tocaba con la banda Jazz Voyllá, en los garitos del Bronx.
No
me importaba despertarme con ella y su acera limpia.
Un
poco después, mientras mi cuerpo intentaba enderezarse, el señor Thorton, mi
vecino de al lado, machacaba con sus puños un saco lleno de serrín y forrado de
almohadones. Sus uno-dos, uno-dos, sus combinaciones de tres, cuatro y seis
golpes, el último de ellos seco, el que iniciaba su llanto, marcaban mi ritmo
para caminar hasta el baño. Tifón
Thorton había sido apartado del circuito de las grandes bolsas por matar con
sus propias manos en el cuadrilátero a su amante, el aspirante al título que
poseía Thorton. No hubo juicio: se consideró crimen profesional/pasional.
La
ducha y el café no bastaban para poner mi cerebro en orden. Era Arsen Lock, mi
vecino de arriba, quien alentaba mi corazón con las ráfagas de su metralleta.
Por Pascuas le regalamos un juego de dianas y un millón de balas y él disparaba
al ritmo de cualquier forma de música o danza, ya fuera un vals o una polka.
Cuando llegaba al fox trot, empleaba un juego de fuego cruzado que nos ponía en
marcha de verdad. En realidad, usaba dos armas al mismo tiempo, en una
sincronía perfecta. Aún lo llaman de vez en cuando para invadir pequeños
países, pero él, con una sonrisa, agradece y se queda en casa. A lo sumo
dispara desde la terraza y siempre en defensa propia.
Mi
vida era regular, sencilla y fácil de llevar. Como en cualquier monasterio.
Ayer
llegó al edificio un matrimonio joven con un niño de once o doce meses.
Antes
de la hora de comer, nos presentamos en su casa y percutimos con un ariete de
cabeza metálica en la puerta, que ni se inmutó y nos hizo vibrar al unísono
como un diapasón. Abrió el marido sonriendo y, antes de que pudiera hablar, le
advertimos de lo que podría pasarle si su hijito resultaba ser un niño de esos
llorones arbitrarios que no dejan dormir.
Apenas
agarrándose a las paredes, el chiquillo se acercó andando hasta la puerta donde
los adultos esperábamos de pie. Con su dedito índice me hizo una señal para que
me agachara y, cuando lo hice, sopló con todas sus fuerzas junto a mi oído una
trompeta de plástico que resultó ser digna del Apocalipsis.
-Es
su hora de ensayar –dijeron los padres sonrientes-. Es puntual como el Big Ben
de Londres.
Aún aturdido y medio sordo pero al
fin despejado, lo abracé y le di la bienvenida en nombre de la Comunidad de
Propietarios.