lunes, 5 de diciembre de 2011

RECUERDOS DE VIAJES (4).

Viaje al Tah Majal.

Nicasio, mi cuñado favorito, tenía ganas de darle un caprichito a su querida esposa, mi hermana Carlota, después de la pelea que tuvieron en el Madison Square Garden a doce asaltos, que interrumpió el árbitro en el sexto porque había que poner la cena y bañar a los niños, que para eso son los dos muy serios.

Total, que nos propusimos ir a la India. Enseñé unas fotos en casa, comenté algo de arquitectura mogol –tanto construcción como materiales- y Nicasio se llevó la pulidora en una caja llena de papel de bolitas de las que explotan y entretienen.

Al rebufo de la iniciativa, nos juntamos los dos matrimonios y la suegra no común, la madre de Nica, doña Dolores, Dolola para los amigos, que se contuvo y trajo consigo sólo diecisiete maletas, zapatos aparte.

-Con dos cojones, -dijo la que facturaba a doña Dolola al ver como ella misma se cargaba a la espalda el maleterío sin pedir ayuda ni aceptarla.

Pasar por la aduana al llegar necesitó de un servicio de abrillantado de la terminal seis del aeropuerto de Nueva Dheli, con un precio estupendo, porque mi cuñado tiene una mano enorme. Me explico: fue la mejor forma de demostrar que no íbamos a derrocar al gobierno. Además, el ciudadano medio indostaní se escoña de la risa cuando patinan los que corren a punto de perder el vuelo. Alguno había que se distraía mirando el reflejo de los muslos turgentes gracias al acristalado. Además, aplicamos un IVA reducido. Un éxito inicial.

Pero abrillantar el palacio era otro cantar.

Los guardias pedían sesenta millones de rupias nuevas –sin mordiscos- para entrar, otros doscientos millones por alargaderas para el enchufe y la mitad más para estar atentos y que nadie pisara el cable ni se lo comieran las ratas. Negociando, nos dejaron pasar por cien rupias recién pulidas con limpiametales.

Llegamos sin preguntar a la sala de guardar cosas, que confundimos con la habitación donde vivió la que le dio el nombre al edificio, doña Mumtaz Mahal. Nos dedicamos a mirar al techo y a buscar influencias arquitectónicas francesas. La mujer de Nica, un lince en el periódico buscando “las siete diferencias” entre dos viñetas, localizó un croissant mordido aunque fresco del día y nos dio breves explicaciones que nos convencieron por completo.

Después, sin intención, los cinco metimos los pies en unas macetas grandes, llenas de agua santa por lo que recibimos cada uno seis zapatazos donados en nuestra espalda por la gentil doña Savahara Blabracantranstra, una de las cuidadoras del jardín al que dimos en busca de una solería grande donde lucirnos.

Y así, huyendo de los babuchazos, llegamos la mar de rápidos al mausoleo, quién lo iba a decir, con la pulidora a hombros por turnos. Aquello, en un extremo del conjunto blanco, era lo que veníamos buscando.

Al principio querían dispararnos y quizá entonces hacernos tragar las piezas más grandes de la pulidora para deportarnos después a Móstoles. Pero la vida da muchas vueltas y una nube marrón se cernió por la misma cara sobre el maravilloso centro del turismo, la visita obligada a la India. La nube tenía poca agua y mucha, muchísima porquería de origen contaminativo. Una de esas nubes que tenemos en España para llover después de lavar el coche.

La cúpula se puso hecha un asco. Y las lluvias monzónicas limpias, de aguas cristalinas, iban a tardar más que doña Dolola en poder volver a cerrar sus maletas después de las compritas de souvenirs.

Total, que Nicasio sacó la libretita de facturas y en un pispas llegó a un acuerdo y –con tarifa de amigo y subiendo como un gamo- le dio tal pulidito a la cúpula y lo que es la fachada principal –la de las postales- que hubo que regalar gafas de sol durante un tiempo a los turistas de iris delicado.

Volvimos a casa como héroes.