sábado, 3 de febrero de 2018

Febrero

FEBRERO, EL LOCO


Arranqué dos hojas del calendario de una sola vez. Reconocí mi equivocación, fui denunciado y me puse de rodillas, primero las tres y luego sólo una, más tradicional. Quería pagar mi pena con sufrimiento. El juez dijo que no bastaba. Era incalculable la indemnización si se aplicaba estrictamente la Ley: alrededor de siete mil millones de (una aproximación del censo terrícola) meses mandados a la Nada por un irresponsable es algo difícil de compensar.
Compré a plazos una caja de ocho mil millones de calendarios con hojas arrancables. Debía actuar con rapidez.
Los primeros en recibir –y aceptar- el cambio de calendario (el «interrumpido» por el completo),  fueron los estudiantes. Gracias a las becas y los ciento setenta y seis mil millones de titulaciones universitarias con postgrados y Erasmus, reduje la opción de demandantes en un buen montón aproximadamente. No he visto un colectivo que pierda mejor el tiempo y me juraron –y firmaron- que no me demandarían.
De modo inmediato, vi el email del juez reduciendo el importe de mi fianza. En el visor de mi rodilla, el único sitio de mi cuerpo que quedaba libre para la pantalla, vi una cifra que, si bien elevada, ya era, al menos, posible de escribir.
Me dirigí lo más rápidamente que pude al colectivo unificado de pensionistas, jugadoras de pádel y observadoras meteorológicas. Al momento aceptaron el tiempo invertido en mirar obras, retocarse los calcetines y soñar con amor verdadero respectivamente. Estas últimas algo azoradas, pero no dudaron en firmar.
El juez, algo más cercano a mi error humano, fue vertiginoso en su respuesta:  dejaba ver una cifra cercana, palpable, para alguien como yo, con un sueldo que no llega ni a los ochocientos cincuenta mil dólares cada veinte minutos, después de impuestos. El mes de febrero dependía de unos cuantos, apenas veinte o treinta personas en el planeta, quienes valorarían mi fallo con frialdad, mediante declaración oral, a sabiendas de que no se puede escribir nada que mejore la búsqueda del tiempo perdido.
El tiempo se me echaba encima. Sobre todo el climatológico, con una pequeña lluvia ácida de seis millones de litros por metro redondo.

No pude sino recurrir a medidas desesperadas. Tiré los ejemplares que aún conservaba y contraté al mejor fotógrafo; en menos de treinta segundos me fabricó un álbum-calendario-book donde, sin apenas doce bufandas, aparecí en posturas casi ilegales, pero con un rostro lleno de pícara ternura. Imprimí por si acaso un par de ejemplares más de los necesarios y pude reunir en un pabellón al resto de los humanos a quienes, de forma irreversible, dejé sin mes de febrero. A la tercera página, mis muecas impresas en ochocientos mil billones de colores los ablandaron. Llevé las declaraciones en audio  en persona al juez y salí absuelto. No debía nada a ningún ser humano. De hecho, me he librado del pago de la hipoteca este mes de febrero. A ver qué me invento ahora, para marzo.