sábado, 10 de mayo de 2008

UN CUENTO ETERNO


Madrugada del dos de julio del setenta y tres. María llora. Sólo tiene siete meses de vida. Su llanto parece estar reclamando el chupete que a media noche ha perdido entre las sábanas de su cuna.
Su padre se levanta, pero de pronto el llanto cesa y en el silencio se oyen unos chupetones aliviados que la introducen de nuevo en su apacible sueño.
El padre vuelve a la cama.

Madrugada del cuatro de julio. María llora. Unos segundos antes, su madre oye cómo el chupete cae al suelo. Probablemente la niña, dormidita boca arriba, lo tuviese en la mano y, al igual que en otras ocasiones se haya escurrido por entre los barrotes de la cuna. Pero, desde el pasillo, justo antes de llegar a la habitación, se abre paso un extraño silencio. Al llegar a la cuna, el bebé mueve sus cachetitos entregado al sueño.

Madrugada del siete de julio del setenta y seis. María ríe. Las carcajadas despiertan a sus padres que sobresaltados acuden a ella. Cuando llegan a la habitación, encuentran a la pequeña sentada en la cuna mirando a una esquina, tan absorta en su risa que ni se percata de la presencia de Carlos y de Ana, que con gesto de preocupación se miran y observan.

Madrugada del dos de agosto de setenta y seis. María habla. Sus padres vuelven a su lado y la encuentran con la mirada fija en el mismo punto y lanzando preguntas al aire:
“¿y pocqué codía e conejito Pedico?... ¡Ahh!... ¿Y no venía zu mami? … ¿Y ze lo comió e zodo malo que ze llamaba Bigotez?”.
Ana comienza a temblar. Carlos intenta calmarla y le dice que no se ponga así. -“María debe estar viviendo eso que le sucede a algunos niños; eso del amigo imaginario. Verás cómo no pasa nada.”-

Ana sale de la habitación y regresa con una caja de cartón que guarda en el altillo de su armario. Apenas acierta a abrirla. Rebusca y rebusca hasta encontrar una serie de folios grapados. Y mientras la niña sigue mirando y lanzando preguntas al aire, Ana pone los folios en las manos de su marido. Están ilustrados con dibujos preciosos, algo gastados por el tiempo. Carlos lee: “El cuento del conejo Perico y el zorro Bigotes Largos” y una nota a pie del título:

“Ana, para ti este cuento que fui formando entre una y otra tarde de siesta, cuando yo intentaba que te durmieras y tú me pedías un cuento, entre las sombras del cuarto que nos aliviaba de las tardes de agosto. Con él te hacía dormir a ti y haré dormir a mis nietos.
Te adora:
Tu madre.”

Ana corre hasta la cuna y abraza a su niña, tendiendo la mano hacia ese punto, queriendo encontrar una caricia como respuesta. Una caricia que perdió hace hoy quince años. Carlos, atónito, se convierte en el espectador de un hecho al que no puede dar un sitio en la realidad, tal como él la entiende. Pero algo extraordinario ha pasado ante sus ojos. Algo que ambos guardarán para siempre. Un cuento eterno.