miércoles, 14 de mayo de 2008

"SE NECESITA PERSONA PARA LA COCINA"

 El letrero del pequeño restaurante “Todo Carne” de la calle Pavía, fue colgado por su propietario el día catorce de enero de 2006. Al día siguiente, antes de la hora de comer, dos personas preguntaban por el empleo y el mismo dueño, Federico Bellido, les atendió.

Tras presentar cada uno su currículum, la aportación de los dos aspirantes fue considerada excelente por Federico. Uno de ellos, de nombre Ladislao, colaboró con toda la grasa que sus rotundos muslos contenían alrededor de unos filetes compactos, pero rendidos después al mínimo impulso de un cuchillo manejado con suavidad. Su hígado, fresco y sin el menor atisbo de drogas o alcohol, se valoró al ser servido con guarnición como uno de los momentos estelares de la cena. El otro aspirante, Armando, más fibroso y delgado, ocupó las bandejas de entremeses de las reuniones pequeñas, además del centro de múltiples bocadillos para los más pequeños, menos acostumbrados a la solemnidad de la mesa. El plato principal, su corazón, hizo las delicias del invitado principal de la noche, el concejal Abel Dorado, antiguo compañero de colegio de Federico.

Después de la cena, concebida para satisfacer a sus mejores clientes el citado día quince de enero, Federico, como de costumbre, cerró el local para limpiar bien y tomarse un día de descanso. De ese modo, el letrero de “SE NECESITA PERSONA PARA LA COCINA” no fue colocado en la puerta de su restaurante hasta el día diecisiete de enero de 2006, bien entrada la tarde.

MICROHISTORIAS (II).

J. L. Gallo no era ningún ogro caníbal devorador de personas ebrias, pero lo encarcelaron de por vida por presumir, a gritos y en la plaza, de haberse comido cientos de borrachos aún calientes, después de trocearlos. Su familia traspasó la pastelería.

 Virginia M. D., mujer muy rizada, lloró muchísimo al ver partir a su novio tras devolverle el anillo de compromiso, a pesar de que juró y juró que no se había dedicado jamás a la prostitución. Era cierto, no lo negaba, que había sido imputada varias veces por atrasos en los pagos a la Seguridad Social, pero nada más.

 Clarencio L. G., de unos veintiocho años, se casó con su madre, a la que no conocía, y tuvo con ella un hijo que se casó con su hermana (de Clarencio, más joven que él, a quien tampoco conocía). Pues bien, su hijo, su cuñado, y su nieto, eran la misma persona, así como también coincidían en una sola su hijo, su padre y su abuelo. Consiguió numerosas ventajas legales al presentarse él solo como familia numerosa.

 Sin haber pisado jamás una escuela de ingeniería, Pablo J. F., de Móstoles, llevó a cabo más de mil ochocientos puentes bajos y casi los mismos altos durante su vida profesional. Eso sin contar algunos días laborables que caían entre dos fiestas, en los que no cerraba su consulta de dentista.

 Al no ser capaz de aprenderse el papel de Ricardo III para la función de fin de curso, Honorino P. L., de Chipiona, recibió un folio en blanco para su intervención como cortina doblada en la obra. Aún así, tartamudeó en silencio con la mirada.

 En el pilón del pueblo, Teresita Galán lavaba la ropa. Según se iba quitando la falda, la camisa o el sujetador, mojaba, fregaba y ponía a secar al Sol. Al final, cuando enjuagaba su última prenda, como ya tenía secos los calcetines, se los puso, lo que le quitó esa incómoda sensación de desnudez de la que le advertían los vecinos al pasar.

 La bala pensaba por sí misma. Esquivó al niño arrancado de los brazos de su madre para la guerra y se desentendió del soldado que acababa de saber que era padre. Pero al acercarse a un fanático, gastó su impulso en hacerle volar el casco por los aires. Decidió que era la mejor forma de que entraran más ideas en esa cabeza. Después descansó en el campo el resto de su vida.

 El gorila de la discoteca se jubiló y volvió a la Selva, donde Tarzán le organizó una comida homenaje. Acudieron todos los animales, incluso los que llevaban zapatillas informales. Ese día hizo la vista gorda.

 El egipcio Asomatek Phorahi  no vivió lo suficiente como para conocer a su sexagésima esposa. Su primera mujer, su primera viuda, lo impidió la noche de bodas.

Los dos sabios, hombres mayores y venerables, lograron por fin aproximar sus ideas. Durante un breve instante, sus pensamientos estuvieron más cerca que nunca a lo largo de sus vidas. Momentos después, ambos eran atendidos tras el tremendo cabezazo sufrido al intentar pasar los dos al mismo tiempo al interior del laboratorio.

 Pepa Gloria Jalón Serrano, mujer tradicional y de ideas conservadoras, acabó por entender la realidad de un pobretón que, durante doce años, había visto sentado sobre un cartón, cabizbajo, mientras pedía limosna en la esquina de Sierpes con calle Granada. Y la verdad es que su corazón ya estaba tierno ante la perseverancia, pero acabó por derretirse cuando el pobretón, a la salida de misa de doce de la Catedral, se le apareció en un lugar apropiado para Pepa Gloria Jalón Serrano: la puerta de una iglesia grande. Sin pensárselo ni un instante, se soltó del brazo de su marido, don Nicodemo Pascual Redondo, se dirigió al pobretón y, sonriendo le preguntó: ¿Tiene usted cambio de diez céntimos, buen hombre? Resuelta su transacción, sin mirar atrás, Pepa Gloria Jalón Serrano bajó a saltos los escalones que le separaban de su esposo y se aferró a su brazo con la alegría de una chiquilla. Juntos, comenzaron su paseo hacia el barrio de Santa Cruz, donde algunos yernos, hijas, hijos y nueras, les esperaban para tomar un aperitivo, según la costumbre.

NI UN SOLO DÍA.

Con sus propias manos echó el último puñado de arena sobre el ataúd y volvió sola a casa en el coche que tan bien usaron para llevarles a sitios fantásticos, incluso sin moverse de él.

No esperó ni un solo día.

Sin cerrar la puerta, se cambió de ropa dejando en el suelo el mínimo luto de una camisa y una falda. Cogió la ropa más alegre del armario y soltó su pelo moreno y largo sobre la espalda, en un claro homenaje. Con la pequeña maleta en la mano, antes de salir, garabateó una nota para la señora de la limpieza y dejó un par de mensajes en contestadores de amigos y familiares.

No huía de nada. Iba a servir al amor, como había hecho siempre. Estaba orgullosa de lo que había amado a su hombre y no estaba dispuesta, cercana a los cuarenta años, a permitirse llorar por lo irremediable.

Después de un corto viaje, volvió a casa con alguien de nuevo a su lado para compartir la vida, los deseos, las penas y todo lo demás.

Conoció a varios hombres, con los que supo compartir sexo, más de una locura, y toda la complicidad. Incluso hubo una mujer de amistad y caricias, diciéndose que no besar aquellos labios era un pecado que no se podía permitir contra el Cielo, ese Cielo desde el que Juan, su Juan, su compañero desde niña, aprobaría que no se dejara vencer por la tristeza.

Murió con una sonrisa, igual que vivió.

Y se alegró de veras de que fuera Juan el encargado de recibirle.