miércoles, 14 de mayo de 2008

NI UN SOLO DÍA.

Con sus propias manos echó el último puñado de arena sobre el ataúd y volvió sola a casa en el coche que tan bien usaron para llevarles a sitios fantásticos, incluso sin moverse de él.

No esperó ni un solo día.

Sin cerrar la puerta, se cambió de ropa dejando en el suelo el mínimo luto de una camisa y una falda. Cogió la ropa más alegre del armario y soltó su pelo moreno y largo sobre la espalda, en un claro homenaje. Con la pequeña maleta en la mano, antes de salir, garabateó una nota para la señora de la limpieza y dejó un par de mensajes en contestadores de amigos y familiares.

No huía de nada. Iba a servir al amor, como había hecho siempre. Estaba orgullosa de lo que había amado a su hombre y no estaba dispuesta, cercana a los cuarenta años, a permitirse llorar por lo irremediable.

Después de un corto viaje, volvió a casa con alguien de nuevo a su lado para compartir la vida, los deseos, las penas y todo lo demás.

Conoció a varios hombres, con los que supo compartir sexo, más de una locura, y toda la complicidad. Incluso hubo una mujer de amistad y caricias, diciéndose que no besar aquellos labios era un pecado que no se podía permitir contra el Cielo, ese Cielo desde el que Juan, su Juan, su compañero desde niña, aprobaría que no se dejara vencer por la tristeza.

Murió con una sonrisa, igual que vivió.

Y se alegró de veras de que fuera Juan el encargado de recibirle.

1 comentario:

Isa dijo...

Eso es entereza, determinación y tener el propio papel a desempeñar en esta vida, lo suficientemente claro. Envidio esa forma de reponerse de una pérdida. Pero me encanta. El personaje, creo que daría para mucho, Gabriel. El relato te engancha y vas entrando en su juego como si de un baile se tratase; como deslizándote.