sábado, 3 de mayo de 2008

EL SUICIDIO. ENSAYO (y II)

Akinori Camamusha Hilloraimama, de Okinawa.

Sin discusión, el samurai más legendario. El dueño del harakiri. Es nuestro único deseo dejar claro aquí que no todo fue fácil para este hombre, sobre todo si pensamos en qué época llevó a cabo sus investigaciones: En 1.777. Menudo año aquel. Repasemos su biografía:

Nació.

Durante su infancia, se metió en el ombligo una de las primeras cerillas –un prototipo- que hizo las delicias de sus compañeros de colegio. La encendió en su sexto cumpleaños, siendo utilizado para prender las velas de su tarta.

Más tarde, investigó con cuchillas de afeitar afeitándole la barriga a su padre, que no le veía con buenos ojos, por lo que le invitó -a base de patadas- a dejar esa práctica.

Es durante su vida de adolescente y despertar al amor cuando se comienza a forjar su leyenda. A cada desengaño amoroso, se daba un pequeño navajazo, a rayita por cada calabaza, a modo de muesca contable de sus desamores. Lo hacía con primor y siguiendo un ritual que le haría famoso: Se desmayaba del susto cada vez.

En una de las terribles batallas entre los grandes señores de la guerra de Japón, los Shogun, Akinori buscó un “harakiri externo”, aprovechando un ataque del ejército enemigo de turno, recogiendo, tras un rasguño en el codo, un sonoro fracaso que le apartó de las simpatías del pueblo.

Sin desanimarse, cumplidos los veintinueve años, llegó su momento de gloria. Se sabía enfermo de apendicitis y de piedra en el riñón izquierdo (izquierdo si te pones mirando para él). En presencia de los médicos, y con un espejo, inició el camino al suicidio más elegante del mundo abriendo su estómago para que hurgaran los cirujanos, y cada uno cogiera lo que necesitara.

Vivió el tiempo justo para dejar su obra escrita: Noventa y cuatro años después de recibir el alta.