martes, 18 de agosto de 2020

DE PRONTO, ÉRAMOS...

 De pronto no eran aún las catorce horas y nosotros ya éramos cuarenta y tantos, en una generación de titos (tinto-titos) titas (tor-titas, pata-titas y croque-titas). La playa era nuestra, no sabíamos dónde poner la ropa que nos quitábamos para mojarnos al menos una rodilla (los prudentes) y tampoco averiguaríamos con facilidad dónde estaban las camisetas a la hora de volver: nadie se iba sin una puesta, pues las prudentes camise-titas siempre encontraban un traperío para ir prudentemente ataviado por la calle a la hora de volver a casa.

Yo era el encargado de la sandía, no siempre de acuerdo con la proporción de los tamaños respectivos, la Sandía y yo, que se ajustaba pronto al límite mis fuerzas. Mi tío Seluí celebraba el reparto de tajadas frescas, la alegría al verlas comer y el descanso de mis brazos, casi tan enclenques como hoy.
La jerarquía existía, claro está, pero es que Nerelda, de las primeras en llegar, tenía alquilada una case-tita, para todo el verano, de cuando poseer tiendas de campaña de madera podrida era un signo de distinción y toda la familia «guardaba algo inconfesable en ellas». El cénit del asunto llegó cuando, en vez de madera, las casetas pasaron a ser de cemento, con ducha y perchas. Se escenificó, un día tras otro, el cuento de los tres cerditos playeros: llegaba el tito Fabio, marido de Nerelda, y, ante la montaña de ropa y patos de goma, se resignaba a soplar. Después de la primera botella, se echaba bajo una sombrilla y criticaba al gobierno. Uno cualquiera. Por turnos, pero con fijación en los ministros de Rhodesia. O de Móstoles, según.
El resto, al asedio. Se olían las croquetas y la zona, como todos los días, estaba colonizada.
Seguido, los juegos y los baños de los temerarios, gritados desde la orilla como lo haría Ulises con las sirenas.
Y la primera comida, barrunta que barrunta la barriguita.
La tortillona de mi madre, un incunable. El origen.
Las croquetonas de Nerelda, siempre el punto fuerte: Con dos unidades comíamos diez.
Los pimientos asados y aliñados, en cantidad sobrante, sabiendo que el tito Fabio, en un tropezón perfecto, mandara un tercio del contenido de la fiambrera al bolso de la tita Fernanda quien tenía preparados una sonrisa de «no pasa ná, chiquillo» al mismo tiempo que una «guantá, sin queré» al tonto de siempre.
Y el «esperarse a la digestión, ninios», pero «irse», pero «¡no a lo hondo, shosho!», esto último gritado para un estadio por Sonsolita, la vecina que siempre nos encontraba a la hora de comer, se sentaba y se volvía al paseíto hasta la merienda.
Y un hoyo tapado por periódicos y arena para que, al llegar, lo pisara el tito Manolo y dijera siempre las mismas picardías con la poquísima autoridad que se tiene al hablar al ombligo de alguien, por estar metido en un bujero, «hay que vé hay que vé, los joíos niños», y lo tontísimo de caé siempre el mismo, pero se le pasaba con una tónica. Entonces, en mi tierra bebían tónica cinco personas, porque les hacía soltar un eructito.
Y algún primo de Madrí, que se las daba de ser de Madrí pero «aluego no son tan estiraísimos como parece ¿amo que no?», mu cariñosísimos las criaturas, que la distancia hace mucho.
Y los restos del día de sol, el regalo del atardecer, y el alquitrán de los barcos tan bonitos, que nos llevábamos en los pies para limpiarlo en casa. El principio del progreso. Y lo bien que se cagaba en Onasis mi tío Domingo todos los días de la semana, eso sí.
Y el recuento de niños. A nosotros siempre nos sobraba alguno. Una vez merendaba lo devolvíamos.
Y el recoger sin dejar ni un trozo de cáscara de manzana. Y despedirse de la sal del aire. Y quedarse una mijita más, porsavó, rogábamos todos los niños. Tesquiyá: Seguro que mañana el só sigue en su sitio.
Venga, cada uno lo que traía que se lo recoja. Y yo sonriendo: lo que llevé a la playa lo llevaba a casa asimilaíto en mi interió.
No sabe ná éste, repetía mi padre, que salía tarde y nos recogía y tirábamos pa la ducha y pa dormir. Todos, sin hablar, confiábamos en que er só estaría allí ar día siguiente. Así fue desde el primer día.