jueves, 13 de diciembre de 2007

EN EL CALLEJÓN.

Sentí la proximidad en el callejón semioscuro. Eran cuatro hombres. Los mismos cuatro que yo esperaba: Mis alumnos de último curso de bachillerato.

Aminoré el paso, me volví despacio y entonces supieron quién era. Les daba igual, o tal vez no, atracarme a mí que a otro cualquiera. Me leyó el pensamiento Arturo, el más listo, el jefe, al decirme que, por mi conocimiento sobre ellos, tendrían que matarme. Y yo debía comprenderlo, añadió.

No necesito el factor sorpresa cuando me enfrento a menos de diez adversarios. Desenvainé mi espada poniéndola a la luz de la farola. La sonrisa desapareció de sus rostros, y lucieron también sus cuchillos para mí. Me moví rápido para indicar a mis amigos que cerraran el callejón por ambos extremos con sus coches. No intervendrían, según mis instrucciones. Mis alumnos temieron una encerrona. Los coches iluminarán el escenario, nada más, les informé.

Recobraron su aspecto de tipos duros, fríos y seguros de su fuerza. Yo no tuve que cambiar mi expresión.

Dejé caer mi chaqueta y llamé al primero con un gesto de la mano. Avanzó Guillermo, como si tuviera el número uno de una cola para comprar. Comenzó a girar a mi alrededor y terminó la primera vuelta con la punta de mi espada saliendo por la parte posterior de su cuello. Le escupí llamándole tonto a gritos, sabiendo que todavía me oía. Recuperé mi espada y lo dejé caer de espaldas, sin apenas ruido.

El silencio se respetó por parte de todos: los tres que quedaban de pie y mis amigos.

Llamé al segundo y esta vez no se adelantó ninguno. Arturo tuvo que animar a Jairo para que se envalentonara y viniera por mí. Su actitud fue mucho más precavida que la de Guillermo, pero no había en su cuerpo la gracia que debe tener un cazador sobre su presa. Lo adiviné tenso y en un movimiento inesperado –tanto para él como para mí- describí medio círculo que terminó sobre su cabeza, quedando simétricamente partida en dos.

Ahora vi por fin el miedo en los dos que quedaban. Arturo y Fabián dejaron caer sus cuchillos al suelo, echándose para atrás.

Dije que había venido a matar a cuatro hombres, no a sacrificar cuatro cerdos. Vi  caras de niños que comenzaban a llorar espantados –ahora sí, hoy sí- al mirar a sus amigos, sus colegas, camaradas de tantas aventuras.

Avancé con parsimonia. No di explicaciones y separé una cara incrédula de un cuerpo que yo había soñado con hacer sufrir mucho más. Ninguna de las tres muertes que había llevado a cabo era la adecuada. Al ver caer el guiñapo del penúltimo violador de la niña negra de mi instituto, empecé a ver que ninguna tortura habría devuelto las ganas de vivir a la muchacha. Aún así, me fui a por el cuarto.

-No tengo ganas de verte vivir, Arturo. Creo, igual que pensabais los cuatro, que hay quien sobra en el mundo. 

No me oía. No creo que nadie lo hiciera. Además, ¿para qué sermonear a alguien que no pondrá nunca en práctica lo que le dicen?

Solté la espada. Su estupidez le hizo concebir esperanzas y mi locura se las arrancó tras recoger una maza de acero que mis amigos guardaban como una de las posibilidades. Empecé a golpear con saña, contando hasta llegar al mismo número de golpes que ellos –el video de seguridad que lo grabó todo me lo aprendí de memoria- dieron a la niña indefensa. La niña negra recién llegada para este nuevo curso.

Yo también soy un recién llegado. Y mis amigos. Tardarán en sospechar de nosotros, unos aburridos profesores blancos de Matemáticas.

 

BIOGRAFÍAS.

Ermegio de Greenvillage.

Poeta del siglo XIV, nacido de familia de pelirrojos. No tuvo nunca reparos en criticar al rey y su corte cuando lo invitaban. El rey y sus nobles tampoco tuvieron reparos en ahorcarle la única vez que lo invitaron, para escuchar sus poemas en la boda de Sir Claxon de Candentown.

 Atanasio de Gloucester.

Pastor protestante, fue denunciado por las numerosas ovejas dejadas a su cargo, hartas de que no estuviera nunca conforme con la forma en que pastaban. “También nosotras tenemos de qué quejarnos y no protestamos tanto”, decía el informe recibido.

 Floro de Basketville.

Amante incomparable, sedujo a todas las mujeres de su aldea cercana al mar, antes de los diez años, allá por el 1.005. Los maridos le reían la gracia hasta esa edad. A los once intentaron arponearle y huyó en una frágil embarcación al continente. Allí, incontinente, la lió con varias princesas europeas. Sólo diez siglos después se publicó por los investigadores la explicación de tanto niño con siete dedos en el pie derecho que hay en la Comunidad Económica Europea.

 Dioclanto de Persépolis.

Luchó con los dioses, se fajó con héroes y mantuvo idilios con la hermosa Flesbos, de la isla sagrada de Enkalaparedis. Acabó de limpiabotas, por un cheque sin fondos.

 Krisavlenkaya de Kiev.

Primera mujer aceptada en los cosacos. Montaba a caballo como el viento. Sobre su negro corcel llegó a parir a sus cuatro hijos. Cuando fue nombrada capitana de su tercio, en la estepa, tuvieron que acondicionar su silla para que cupieran bien los archivos, junto a las alforjas y la cantimplora. La espada siempre la llevó sobre los hombros, como los hombres. Coherente, murió al bajar del caballo, que estaba comiendo hierba fresca al lado de un precipicio, no porque ella estuviera torpona.

 Mihatma de Teherán.

Con la escoba no podía detener ya las dunas del desierto que se metían en el portal de su casa. Lo intentó con grandes aspiradoras y hasta con un ventilador gigante, en contra del viento, cuando las grandes tormentas. Se cansó, sobre todo por el cachondeíto de su cuñada Rahatabbla, y desertó del desierto.

 Paco Pérez, de Chiclana.

Empezó en Astilleros Españoles Buenísimos, de aprendiz. Se clavó una astilla en un descuido y lo dejó. Consiguió un empleo de relojero, pero empleaba mal su tiempo. Se contrató para dar la salida en las carreras, pero una salida de tono con un amigo, provocó la descalificación de todos los atletas en varias finales de cien metros, por salidas falsas. Cuando se ordenó sacerdote, pensó tener un trabajo definitivo, pero repartió unas ostias de más en una pelea y tuvo que dejarlo. En la actualidad se le utiliza en un laboratorio para encuestas del INEM.

 Luizzinho Cauto de Caipirinha.

Incomparable pescador de pirañas, se hizo famoso por llegar a arreglarles la dentadura, de modo que, hoy por hoy, se puede decir que la mayoría son vegetarianas, con esos molares planos, más aptos para rumiar.

 Chan Chi To de Manchuria Oeste.

¿Qué sería del arroz al vacío sin este hombre? Pues no se habría arrojado tanto arroz por los desfiladeros, precipicios ni azoteas, “al vacío”, como él decía. Cuando lo cogieron, le dieron una buena somanta.

 Otto Krausemberger de Moenchengladbach.

Los tanques alemanes, de las temibles panzerdivitzionen, eran incontenibles. Pero Otto, firme ante el Fürher, consiguió instalar servicios dentro de las cabinas, al lado del que dispara. Y con revistas, para no estar aburrido.

 Olaf Kornak del fiordo Böshenbjork.

Vikingo engañado por sus tres esposas, promovió llevar cuernos a lo largo de toda la coraza, no sólo en el casco, a modo de contabilidad de las infidelidades. Escribió un tratado sobre estabilidad conyugal que no leyó nadie.

 Phedora Lagartitis de Alejandría.

Lo que hoy llamamos intrigas palaciegas, tramas urdidas en la sombra y demás contubernios en reinados e imperios, lo fraguó esta mujer. Llegó hasta el extremo de que dos generales, amigos desde que nacieron, iban a asesinar al faraón ¿no?; pues acabaron abriendo cuentas separadas para los gastos de cada uno; tales fueron las insidias que oyeron uno del otro de la boca de Phedora. Mantuvieron sólo abierta la cuenta de la casa para el agua y la contribución.

 Mario Botelletti de Turín.

Tertuliano de tascas. Dio conferencias, en los bares, instruyendo sobre cómo dar coba al cafelito y la copa de anís para que te duren toda la tarde, mientras ves pasar la gente. Desde el año 1.911, en que murió al beberse un capuchino frío, se abren los cafés con una foto de Mario, con su copa en la mano, sonriendo raro porque le retrataron justo después de realizar la extroversión de un cuesco.

 Louis Gotta Jr de Teenneessee.

“Trigo, no das pa viví, la vida é máh quel trigá, yo traigo viví en el tren, vivo sin tragá al traidó, y un trago me hase insistí en que intrigá tó es pa ná.” Con su banjo y la orquesta sinfónica de Sacramento, esta canción del profundo sur estuvo seis semanas en el número dos de las listas de éxitos de todo el profundo sur.

 Mondongon Bassula de Zaire.

En su tribu se aburría. Aprobaba sin repasar, casi. Le pagaron los estudios universitarios que soñaba, los de poesía escatológica congoleña del siglo XVI, y sacó sobresaliente cum laude en su tesis. Volvió como un héroe a la aldea y su padre tuvo el feo detalle de recordarle, en la cena de bienvenida, que había dejado la cama sin hacer.

 Ricardo Pamposo de Río de la Plata.

Bailador tremendo, incansable sobre el caballo, invencible en el canto, bebedor infinito. Murió a los doce años. “Es que así no se puede, tú”, reza en su epitafio.


MALAS INFLUENCIAS


Lo paso bien contigo. Me seduces cada día. Susurras en mi oído las más prohibidas tentaciones. Consigues ganar a menudo la batalla a mi conciencia. Me guías sugerente hacia el paraíso; el mismo desde el que cuentan, un día, algún dios te hizo caer.