jueves, 27 de septiembre de 2012

Recuerdos de viajes (9).


Viaje a una finca de Varas de la Higuera: “Las moscas”.

La finca pertenece ahora a don Fidel Hidad, un camorrista y jugador que se la ganó al póquer al tonto del pueblo, Urbano Guardia, una noche en la que el pobre pueblerino llegó con una chaqueta sin mangas. Para compensar el precio de la finca, (de casi sesenta y dos euros según tasación posterior), Fidel tuvo el detalle de entregarle en metálico dos millones de euros de los que llevaba encima, tras lo cual se dieron la mano, y los presentes dieron por bueno el consejo dado al infeliz Urbano de que no volviera a jugar más con gente tan lista.
En la actualidad el propio don Fidel corta las entradas al entrar mientras indica el camino con menos plastas vacunas al magnífico establo donde esperan muchas más plastas que esquivar. Al que le enseña las suelas limpias al salir le da un chicle.
El turismo gastronómico está en pleno auge, decía la radio de lunes a viernes y mi Constanza y yo, que nos aprendemos de memoria todos los eslóganes publicitarios (hasta la letra de “es el Colacao, desayunos y meriendas…”) nos apuntamos. Fuimos porque nos invitaban a comer de todo lo bueno que tiene el campo: magdalenas rellenas de crema industrial de sabor único, coñicaos, cosas light, leche sin calcio, nata, crema, superado el color blanco… una cosa atractiva.
Mi Constanza es más exigente que yo, mucho más, y pidió un guía. “Enseguía”, respondió don Fidel y soltó a Cañamono, un perro con buena nota en el bachillerato superior, capaz de llevar a la gente al Polo Norte y volver él solo con las carteras de los expedicionarios. Con dos mordiscos recíprocos nos hicimos amigos para siempre.
El recorrido comenzaba con una charla sobre la carne masticable. Como nadie la recordaba, don Fidel se remontó al año 1950 y a los filetes argentinos, esos que nadie llegó a comprobar que existían. Tomamos apuntes y a mí se me cayó la libreta debajo de la falda de una muchacha joven, que al darse cuenta del incidente me regaló un bofetón que se ahorró mi mujer.
Después de ver la fotocopia de un bistec firmada por dos notarios y el toro Sotavento, pasamos, por huevos, al gallinero, aunque todos fuimos por las buenas.
-Se trata de comprobar la diferencia entre estos huevos y otros. Como no tenemos otros, vean que no hay diferencia entre los nuestros, puestos por gallinas con el síndrome del interrogatorio, ese que, en cuanto las ven que van a pegar ojo, les enchufan una linterna entre ceja y ceja y les hacen preguntas sobre sus amigos, su NIF y su domicilio, además de dónde estaban el 23/2/1981. Que nunca se sabe.
Don Fidel explicaba estas cosas con una alegría de chiquillo.
En este momento, el encargado de hacer lo que le salía de los huevos en la granja, un tal Lucindo, abogado del Estado, nos hizo una tortilla, que él titulaba “Preg difaloi a le creçón”. Hubo uno que no entendió la explicación de cómo la elaboraba y se la comió. Nos juntamos con él al final de la excursión, porque se iba más cómodo en la ambulancia.
El siguiente paso era ver cómo las cabras de la granja se comían los pañuelos de las mujeres. Hartas de franela, estaban ansiosas de que empezaran estas visitas y probar sabores nuevos, desde la adorable seda hasta la lana fría, que se sirven ellas como tentempié. Allí se quedaron dos foulards, tres bufanditas ligeras y un mantón de Manila que llevaba doña Sarabia de Meñalbes, que recibió varias embestidas de los familiares de “Panameña”, la cabra que se lo engulló en dos bocados.
De inmediato, para cumplir con el programa, don Fidel se fue como un cohete a explicarnos los cultivos. Para ello, nos dijo, cuento con una base sólida, el terreno, dicho lo cual desapareció en un agujero de dos metros que había detrás de él.
-No alarmarse, -dijo saliendo con el megáfono expulsando arena-, sigo aquí para lo que necesitéis. Cuando encontró las pilas del megáfono, don Fidel ya estaba de pie otra vez, crecido y ganado en experiencia.
Nos explicó que había intentado sembrar cosas muy distintas, para así, si te coge un “factor malo”, se te estropea casi todo, pero queda algo. Lo entendimos todos y aplaudimos hasta que nos explicó qué había sembrado: palmeras, cactus y postes de la compañía telefónica “Dilotod”, que atravesaban la finca y por los que le pagaba ciento cincuenta mil euros a la semana a cambio de llevar sus servicios a toda la provincia. Como efectos secundarios, le preguntamos qué pasaba y él, con su dedo séptimo de la mano derecha ya bien crecido apuntando hacia arriba, nos hizo una postura igual que la que se hace con un dedo de los cinco de siempre.
Agradecidos, nos fuimos después de dejar abierta la espita del gas, pero el jodío Cañamono se percató y la cerró de inmediato.
Al llegar a casa, una vez despiojados, escuchamos un mensaje de la agencia de viajes, que nos ofrecía un periplo de siete días por el desierto del Sahara con un plátano, dos calcetines nuevos, medio litro de agua y un bocadillo de sardinas arenques por persona y día.
Comparando las condiciones del viaje anterior, aceptamos inmediatamente. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

Recuerdos de viajes (8).


El Cielo.

Me dirijo al más si no conocido sí más publicitado: el cielo católico. Los de la agencia querían algo parecido a un crucero pulserón con Todo incluido (una paradita hoy en el Más Allá, mañana otra en el una Mijita Más Allá Aún…, mucho video de Charlton Heston…, sin pararse mucho en ningún Paraíso concreto), pero nada más ver los precios del Valhalla me llamaron diciendo que tendríamos que ser lo menos cincuenta como para que saliera a cuenta.
Subí al  milagribus y me puse el mp3 de los benedictinos, para ambientarme.
La entrada, de entrada, bien: hierro forjado, cuatro bisagras por hoja y goznes engrasados. Llamando al timbre, te abre San Pedro desde la garita con un botón. Apenas te echa un vistazo y la mayoría de las veces no suelta ni el periódico, te sonríe desde lejos y deja que cuatro ángeles lakers de 2,15 te cacheen bocabajo antes de pasar a un saloncito. Más de una vez se cuelan los céntimos sueltos del bolsillo en unas ranuras que sabe Dios dónde acaban. Será ese poco dinero que llueve del Cielo del que tanto hablan, la Pedrea.
Lo que cambian las cosas dependiendo del sitio, oye. A mí me vuelve loco una pringaíta, con su carne, su morcilla y su tocino; pero de entrada, como iba comido, yo me había hecho a la idea de un dulcecito cuando me ofrecieron un tocinito de cielo. No tiene nada de malo, -dije- y engullí el tentempié. Riquísimo.
Aquí los archivos los lleva un Yanomami llamado Yonomellami –Yono para los amigos-, que no cree en nada malo ni bueno. Es lo mejor. Así nadie le vacila de su sistema y –a pesar de su legendario analfabetismo- no se ha perdido un papel en todo lo que llevamos de Eternidad.
Pregunto por algún santo y no es tan sencillo ni tan inmediato como me creía yo. En confidencia, me dice Yono, alguno de los que están no parecían a priori “tan” de “ser los que sí que son” y más de uno que se creía que sí era de los que son, resulta que no están. Vamos, que se han tenido que devolver estatuas que estaban terminadas, como en los Oscars.
-Pero el calendario Pirelli… -aduje como prueba irrefutable.
-Que, por cierto, las niñas que salen están de vuelta y vuelta, -dijo Yono sonriendo picarón-. Pero tiene usted razón, amigo mío, la verdad es que el santoral no  refleja el día a día.
-Entonces… -dije.
-Déjelo usted estar, -me dijo- y váyase a dar una vuelta por ahí, hombre, que se sentirá usted ligero, sin caer en lo light.
Nos abrazamos como viejos camaradas y me adentré a buscar el “Meollo”, lo que provocó que me mandaran a los servicios al pensar que me hacía ππ.
Andando por los suaves pasillos acolchados, vi a gente sonriente, amable, en su peso, vestidos con sencillez con una ropa que no pasaría jamás de moda. Gente con Todo el Tiempo por delante, algunos de ellos quejándose levemente de los horarios para desayunar.
La visión, tenue a veces, más clara en otras, era el lógico producto del reflejo del paso de distintos soles, algunos venidos desde varios años luz de distancia, lo que provocaba apagones discontinuos, a lo más de dos o tres millones de siglos. Pero nada de enchufes, aquí todo es natural, decían los de mantenimiento con un guiño.
La comida bien. Después del aperitivo engañizo pero no engañoso del principio, comimos alas de paloma con cabello de ángel caramelizado y una infusión con una nube de leche acompañada de pastelitos de gloria. Yo los huesos de santos no quise ni tocarlos y se los pasé con el pie a Lassie, que andaba por debajo de la mesita.
Después vino el plato fuerte. El encuentro con Él.
No me parecía tan alto como en las fotos, pero claro –y se dio cuenta, vaya si se dio- “eso de la semejanza se queda para los triángulos y figuras Tales” -dijo en un chiste magistral-, “Yo mido lo que me da la real gana, a estas alturas no me voy a poner cotas”. “De techo tengo el cielo, soltó”. Ya digo, un saber ser y estar por encima de Todo.
Resultó ingenioso y conciliador, porque sabía que yo no andaba muy devoto desde que nací. Pero me dio unos prospectos, hizo un par de buenos trucos (desaparecieron dos de mis caries) y me acompañó a la salida.
-Tengo alguna que otra pregunta, si pudiera ser, -le dije al estrecharse de verdad mi mano al estrechar su mano (tremenda la fuerza: debí poner nueces en medio y aprovechar para abrirlas).
-Pide hora y si puedo echamos un ratito de charla, -me dijo-. Hoy estoy liado de veras.
-Vaya por Usted, -le dije abriendo los brazos, y se dobló de la risa.
Hizo “plic” con dos dedos y lo de “viajar rápido” se queda en calzaslips  comparado con lo que tardé en estar en mi sillón, leyendo un cómic nuevo de Batman. Se lo agradecí, porque los dibujos son impresionantes.
Pues bueno, aquí ando con la chavalita de la agencia, dejando recado para que, en cuanto tenga un grupo mínimo, me vuelva a avisar. “Esto de los viajes individuales no nos sale a cuenta”, me recordó sonriente.
Al salir, esta vez sin darme con la puerta de cristal en la cara, miro la hoja de septiembre del calendario Pirelli de la pared y de forma instintiva miro a la chavalita. En silencio, me sonríe, confirma y me dedica una bajada de pestañas que me lleva el corazón al Cielo. Y sé de lo que hablo.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Recuerdo de viajes (7).


El Purgatorio.

Yo había estado jugando por la mañana con el perro del niño, que se mete en todos los charcos del barrio. Hartito estoy de decirle que lo bañe antes de entrar en casa. Pues nada. Y así, cuando quise entrar en el Prelavado de las Almas, el guarda me largó con cajas destempladas:
-El pulgatorio, so tío guarro, es usted, que viene hasta el móvil de piojos, chinches, garrapatas y pulgas. Hágase usted una desinfección a fondo, más bien directa e inmediata, sin descuidar las intrínsecas partes. Aquí no le dejo entrar llevando tantos bichos encima que, además, no pagarían entrada.
A mí nunca me habían puesto la cara colorada. Me gasté veintiséis centímetros cúbicos de gel prohibido para ministros, o sea, antiparásitos, y le di un cachetazo al niño, al que metí junto al perro en la bañera que yo había abandonado. Allí los dejé en remojo y volví al Lugar en cuestión.
-Buenas, -dije levantando los brazos expendedores de un aroma recio, de lejía.
-Ande y siga todo recto, sin llamar la atención, -me dijo-, que hoy está esto lleno de sentencias indecisas, vaguedades e indefinición de altas ni bajas. Como si hubiera huelga.
Descubrí en efecto que las calderas purificadoras estaban con el botón en “mínimo”. No había ni gritos ni susurros. En fin, vi poco ambiente.
El portero me sorprendió jugando con mi primo por el móvil reluciente y vino a avisarme. Que resulta que se había recibido una “Duda”. Que de ahí lo del mariconeo en el ritmo y ambiente del Lugar.
-¿Qué tipo de duda?, -pregunté.
El portero, mirando hacia todos lados, aceptó mis cinco euros en monedas de dos y me dijo por lo bajini:
-Del centro de operaciones, cuya comunicación con el Todo es Total.
-Ya, -le dije-, que hay alguna encíclica de esas con mensajitos De Turbatoris Trolis, ¿no?, ¿ein?
-Shhh, silencio, capullo –me dijo amablemente el portero- no me comprometa-. Parece ser que discuten si existimos o no.
-Puede usted cogerme declaración, subnormal, -le dije con una sonrisa arrebatadora-: no dejo de estar aquí, con una asepsia tanto física como espiritual.
-¡Ay, tarado, si todo fuera tan fácil!, -me dijo entornado sus ojos-; si Ellos dicen que Esto no lo hay, es que Esto no lo hay.
-Verá usted, querido imbécil, -le espeté con una dulzura inmedible-, ¿debo entender que, caso de negación Existencial de esta Semieterna o Preambular Estancia por parte de las autoridades eclesiásticas, siempre infalibles, acabaré otra vez, de forma inmediata en el garaje, limpiando los zócalos? Y otra cosa más, sublime chafardero: ¿me devuelven el dinero del viaje?
Antes de que el chufla en forma de celador me contestara, aparecí en el Vaticano. Unos doce mil cardenales se levantaron y empezaron a hacer girar sus cordones de color púrpura. Multipliqué y a base de ser golpeado por los nudos de dichos cordones, podría darse que el número total de cardenales de la estancia llegara fácilmente a los ciento cincuenta y seis mil, todo ello en menos de una hora y cuarto.
-Ustedes dirán, -dije queriendo tomar asiento, pero cayendo en el suelo al apartarme alguien el sillón –“El Sillón”, me dijo el atento guardia suizo encargado de su custodia-. Me levanté y apenas se rieron dos o tres mil, nada más.
-Hemos decidido esto. Y no verte más ni con los del Imserso, -dijo uno de ellos.
Una mano enguantada me puso en la mano ciento ocho euros.
-Laggo dasquí, -me dijo en perfecto francés el portador del guante a su vez portador de la pasta.
-Faltan doce leños, usted perdone, -dije.
-El diez pog siento es gasto fijo, -me dijo poco prolijo.
Salí de la Santa Sede sin poner un solo pie en escalón alguno. Para eso confiaban en un perfecto rodar por las magníficas y tupidas alfombras que cubrían sus escaleras.
Aparte de esos trompicones, el viaje de vuelta se me hizo cortísimo. Un pis pas.
Y hoy, en el garaje, con los zócalos relucientes, y en compañía de mi niño y del perro, rememoro la experiencia y pienso en un collar de esos que venden contra todo tipo de insectos. 

martes, 18 de septiembre de 2012

Recuerdos de viajes (6).


Vuelta al Infierno.

No es que se me hubiera olvidado nada allí para tener que volver. Pero ante la avalancha de comuniones, bautizos, bodas y romerías concentrados en la primavera, no dije yo que no, más que nada por desintoxicar.
Había un portero nuevo, a voces con el Tenorio por culpa de una segunda parte con rimas que no encajaban. La cosa se iba calentando y no me quise meter para no añadir leña al fuego. Porque yo, a muerte con don Juan por muy condenado que esté. Además, la que sellaba a los nuevos no hacía más que calentarle la cabeza al portero, su primo, que bastante quemado estaba allí como consecuencia de haber fosfatinado diez mil hectáreas de bosque cerca del Pinar de las Brezas, el muy zihopú.
Total, que me metí para dentro para ver si encontraba al abuelo de mi tío Andrés, Félix, un pájaro que siempre salía de sus cenizas. Trabajó como fogonero en la Tren & Company & Rieles, una empresa alemana con sede en Villaviciosa de Condón.
Nada más entrar, me vi en medio de otra bronca, esta vez entre dos vecinas. Una pedía una indemnización porque la otra le había dado la receta de las lentejas ya quemadas y la otra que si no estuviera tonteando con el de la calefacción central, no se le tostarían las legumbres. Que no se puede estar siempre al sol que más calienta. Pasó por allí un notario con bufanda y estalló la carcajada general, a lo que el personaje respondió aquello de “ande yo caliente y ríase la gente”, sin pararse a hablar con nadie sin minuta previa por medio. Genio y figura.
De mi pariente no supe nada, ni de su mujer. Sí que pude en cambio entrevistar al bandolero Luis Candelas Bros, poco hablador, que me pidió fuego para un par de puros habanos.
Al salir, el portero, del calentón, había llegado a las manos hasta con el suegro fantasma, el padre de sordoñaInés; del jaleo, dicen, se recibió una llamada por teléfono rojo “desde el piso de arriba” por las voces que se oían. Con mis guantes de amianto les palmeé las espaldas y conseguí un apretón de manos entre ellos, aunque el escándalo que formaron les hizo cargar con dos guardias de caldera el fin de semana entero.
La verdad es que anduve fisgoneando por el recinto, empapándome de las cosas en caliente y el jefazo empezó a hacer preguntas tales como ¿es que tramas algo que te haga finalizar aquí, Neeeneeee? Su mirada intensa me hizo arder las mejillas de rubor y contesté vagamente que estaba allí por curiosidad y por la reuma, mientras me alejaba unos metros del fuego del hogar.
En conjunto, el viaje como experiencia no lo recomiendo: esa misma noche reconocí que por debajo del factor 50 las cremas protectoras son un Paraná y me costó dormirme por la molestia en los hombros. Pero no deja uno de valorar el cálido ambiente que se irrespira en el recinto, aunque lo lento que se mueven los asuntos quema la sangre de más de uno.
Los del tour operator me llamaron para ofrecerme una ruta “por el otro lado, el opuesto”, -me dijo entre risitas la señorita por teléfono- y yo he quedado en llamarles esta misma semana, en caliente, que luego se quedan las cosas pendientes.

domingo, 16 de septiembre de 2012

En el silencio
escribo recuerdos,
y en la noche,
¡ay la noche!
negros ojos
velan mi sueño.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Recuerdos de Viajes (5).


El Infierno. Primera Parte.

Ayer, después de misa, como se han terminado las clases de padel, estuve en el infierno. Entré con Dante, despistado todavía y dando vueltas, junto con su primo bajito Mínimo Dutti. Se quedaron dando más vueltas en el vestíbulo y entré solo.
El caso es que aquello tiene el termostato estropeado. Ni más ni menos, así que se lo zampé al portero, un agente de seguros sin redención posible. Y abochornado que se quedó, que no es fácil. Con lo de los extintores caducados me propuso poner una queja por escrito; me limité a poner el grito en el Cielo.
De la decoración, un rojo sangre intenso tirando a morado carmesí bermellón, bien a la entrada, pero te cansas si ves el mismo tono en los baños y la sala de estar, que es donde siempre están y son todos los que están allí siempre. Yo me entiendo.
Recorrí las instalaciones nuevas, las de gente sin puntos en el carnet, apropiación indebida o trajes muy modernos en reuniones familiares tradicionales. Y allí, la verdad, se aburre uno. Venga carbón, venga carbón, con lo que cuesta sacarlo teniendo en cuenta que allí no se puede caer más bajo. Entonces, digo yo, ¿para dónde escarban las criaturas? De reojo miré el mostrador y aquello estaba a reventar de hojas de reclamaciones escritas en amianto, que la gente no es tonta. Pero como prisa tampoco hay, se tragan lo de “vuelva usted mañana”.
Charlé con tres jefes de Estado que en vida se daban la gran vida, se la daban de estadistas y anduvieron liados en genocidios. A uno fingí grabarlo para una revista de Historia y cuando le dije que cerrara los ojos, le di una patada en los güevos mismos. Se calentó el ambiente, se puso nervioso y le recomendé una tila templada aguantando la risa. Más se mosqueó y se lo llevaron entre dieciocho a tomarse la tila, pero hirviendo. Al otro, le di francamente en los senos maxilares con una copia en piedra del libro blanco de otro que tal baila, al que dejé quemao (¿entendéis?) al no avisar de que su sillita ardía. Yo ya me partía. No digo nombres para no remover leyendas, pero están sutilmente incluidos en la noticia, para los lectores hábiles.
Después visité la cocina, de gas pero sin conexión, por el peligro que supone un escape. Porque, eso sí, de allí nadie se escapa. Y si se escapa algún gas, le llaman la atención con dos eternidades más de condena de inmediata aplicación.
Terminé la ronda en un spa y por poco me quemo las uñas de los pies al entrar en una fuente termal. Y es que si tienen que estar allí, que controlen la birria de encargados que tienen. Me sequé pronto y no dejé ni un céntimo de propina.
Al salir, con alguna mirada de rencor, llegué a casa andando con la fresquita en Sevilla, a 45 grados. Oí un mensaje en el contestador donde me citaban a una inspección en la Agencia Tributaria. Cogí mis tres cajas de documentos y me fui para la delegación central, andando por supuesto. Yo ya me había preparado para la entrevista. No me iban a coger en frío.

Grandes robos de la Historia (2)


2. Pinacoteca de San Juan de Mostachitos. Centro de Bolivia.

Equipo formado por:
Anastasio Peralta Médica. Rompemuros, abresobres, descorchador de botellas y destapador de botes de aceitunas (de los fuertes, fuertes que te duele la muñeca). 30 Condenas, algunas por sorteo. Poco hablador.
Pep Most Pons, alias el monosílabo o el monosabio, según. Mecánico de cajas fuertes.  A veces se queda dormido dentro de ellas, porque el chico recién nacido, Bertito, le está  dando muy malas noches con la barriguita.
Salma Sosa Sosías, la que mejor sisa, capaz de robarte los pelos de la nariz bajo el mar sin que te quites la escafandra. Se encarga de hacer las listas, tanto de las herramientas finas como de los productos de limpieza para el garaje siniestro donde se reúne el grupo. Sin condenas, gracias a robar a tiempo las sentencias del refajo del juez de turno.
La jefa operativa del grupo, Jonasa Benceno, la Inflamable. De carácter agrio y visceral, cambiable, alterable, imprevisible y finalmente jovial, cuando todos se han ido. Se encarga de las combinaciones de encajes, de color claro, así como las de las claves de las cajas y de las alarmas.
El golpe se fija para el 19 de agosto de 2012, con la fresquita.
La entrada, de entrada, es gratis por lo del día del amigo del museo. Algo que el grupo agradece, porque si no, a esperar otro año para dar el golpe.
Para no producir pánico y trabajar tranquilos, se tira arroz al público apuntando a los cogotes con canutillos vacíos de bolígrafos gastados. La mayoría atribuye el hecho vandálico a un grupo de escolares feos y quedan en la calle para pegarse y matar, al menos, el aburrimiento.
Se despliega el grupo abarcando las tres salas mayores.
Se abren bolsas y latitas de refrescos.
Por poco se abre la cabeza Anastasio, al embestir contra el muro madre de grueso cristal que separa la sala II de la III. Finalmente, con disciplina espartana, acepta entrar por la puerta que comunica ambas salas.
Se lanza el grupo, todos a una, a por las alcayatas, que desmontan con pasmosa facilidad gracias al “kitatuerkd2en2”, producto hondureño de excepcional calidad que Salma ha previsto y provisto gracias a un contacto de la Universidad, un tal Perico Rico.
Acto seguido, envuelve dos obras de “El Tosco” en papel de aluminio y lo apoya en la pared.
El resto sigue su ejemplo y se pone a quitar cuadros como locos.
Hasta que llega un momento en el que Jonasa, una enamorada de la decoración, le dice a Pep, su esposo y amor secreto:
-¿Y si cambiamos ese tan oscuro, el del fondo, y ponemos en su lugar dos más pequeños, de los que todavía no ha envuelto del todo el Anastasio?
En un momento, se dejan de tirar cuadros por los suelos y se ponen todos a cambiar de sitio, aprovechando los huecos, devolviendo las alcayatas, ¡sin un solo agujero de más!, ¡sin obras!
Cuando llega la policía, que siempre hay entre ellos quien entiende de arte, lo primero es felicitar a la jefa del equipo.
-Pero ¿cómo no se habían puesto así estas maravillas, después de tanto tiempo? Esto ha quedado mucho más alegre, dónde va a parar.
-Y oiga usted ¿qué se hace con los que sobran, estos tan oscuros?, -pregunta un sargento de segunda clase, nuevo en la ciudad, queriendo hacer méritos.
-Pues estos señores se encargarán de quitarlos de en medio, que no hay peor cosa que un museo desordenado. Luz y Espacio, amigo mío, luz y Espacio. No olvide nunca esas medidas para contemplar el arte. Adiós, damas y caballeros.
El sargento sale cabizbajo y mordiendo su libreta sin anotaciones.
Salma y Pep recogen el material de trabajo. Antes de embalar lo que le han dejado llevarse, aplican hielo al chichón de Anastasio y pasan un cepillito por el suelo, que dejan impecable.
En el garaje, hacen balance del golpe y ven, desolados, que no llegan a los cincuenta millones de euros por barba en la subasta por videoconferencia que celebran.
Tras merendar en silencio, Jonasa se levanta y suelta lo que todos esperaban:
-Mejor nos dedicamos a otra cosa, muchachos. Queda disuelto este grupo. Al salir, devolved los calcetines y que os vaya bien en el futuro. Más de uno sufrirá la tentación de vivir honradamente. Ojo, que han vuelto a sacar plazas para oposiciones.
En cuatro coches negros, la noche engulle a los –no quizá, seguro- cuatro mejores ladrones de arte de la calle Minas número 11, donde los cuatro viven con sus familias desde que se hizo la promoción de viviendas de VPO “Minasol”, sin entrada, magníficas calidades.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Por probar.



Desde la cercana acera de enfrente, Juan Barreras pudo ver a la mujer. Asomada a la ventana, junto a un gato sentado sobre el alféizar, Juan podía comprobar que eran ciertos todos y cada uno de los reclamos de la nota: Guapa, morena, joven y con una sonrisa encantadora, la que mostró al tiempo que lo saludaba con la mano tras ver su sombrero negro, la identificación de Juan para el primer encuentro.
Antes de cruzar, Juan notó que uno de los ojos del gato reflejaba un rayo de sol como un espejo. No hizo más caso y llegó hasta el portal. La mujer pulsó el botón del portero automático y Juan subió por el ascensor, con su sonrisa, su maleta y su sombrero.
En un sofá, un periódico a medio abrir dedicaba un par de columnas a la desaparición del joven play boy austríaco Mario Bissler, junto a la foto del hombre, atractivo aunque tuerto de un ojo.
Las tareas de la casa, bajar la basura y limpiar, ir a comprar… eran tareas fáciles de compartir y los primeros tiempos de vivir juntos no se emborronaron por esos motivos.
Sólo cuando se veía la televisión, Juan, sin preguntar, buscaba el centro del sofá y se sentaba sin mirar. El gato, con su ojo brillante, esperaba hasta el último segundo antes de saltar al sillón contiguo desde el sitio, para evitar que Juan cayera sobre él, sin soltar un bufido ni sacar ni una uña.
Un día hizo lo mismo con la mujer, que no tuvo tiempo para apartarse. Le pidió disculpas, había sido una broma, dijo mientras seleccionaba un canal con el mando a distancia. La mujer se quedó encogida, mirando sin ver la televisión. En un momento de publicidad, un producto contra la suciedad lanzó un rayo luminoso sobre el saloncito apenas iluminado. Lo justo para que el ojo del gato volviera a brillar.
Sólo el gato se enteró de que ningún niño de Juan nacería en casa.
El día en que Aurelio Vallecano miró hacia la ventana del piso indicado en el anuncio, vio a la mujer que asomaba sonriente desde la ventana y pudo comprobar que eran ciertos todos y cada uno de los reclamos de la página de contactos. Con una sonrisa le saludaba agitando los brazos, y tras reconocer la corbata roja y ancha de Aurelio como identificación,  le indicaba el portal. Antes de cruzar, Aurelio se fijó en la simpática imagen del gato que acompañaba a la mujer tumbado sobre el alféizar. Llevaba un sombrero negro y un monóculo en un ojo.
-Por probar no se pierde nada, se dijo mirando a un lado y otro de la calle.

martes, 4 de septiembre de 2012

Editorial de septiembre

Un septiembre viene a ser como un primero de año, (¿será que  pasé mucho tiempo dedicada al colegio?), pero lo cierto es que tras las vacaciones de verano se retoman viejos proyectos y se les da un aire nuevo. Igual que al regresar a casa quitamos el polvo acumulado del verano y aprovechamos para poner detalles nuevos, invito a todos a poner reflexiones nuevas aquí, en nuestro blog dormido, que sólo nuestro guardián de las palabras mantiene abierto (gracias Gabriel). Todos merecemos un tirón de orejas, empezando por mí. ¡Venga amigas, para tener algo que leernos! Un besazo para todos y feliz septiembre.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Sangre azul caliente.



El 28 de junio de 2012, Lord Ismael Cromwell IV, sentado en el sofá de su mansión de Chochester, azotaba a sus criados Maximilian y Edward con un periódico antiguo. La razón estaba de su parte, decía el Lord, dado que los dos empleados habían derrochado leche condensada en las tres últimas tazas de té servidas a sus tías, las loroseñoritas gemelas Bartolaida y Merlinda.
Una vez terminado el proceso de desahogo por parte del dueño de todas las vidas y muertes de los trabajadores de la gran hacienda de Chochester, Max y Eddy se abotonaron los chalecos y plancharon entre ambos el periódico para su posterior relectura por parte del amo.
Al salir, se cruzaron con Lady Loles Asangermouth, cónyuge de Lord Ismael y verdadera regente de la propiedad y sus movimientos diarios. Apenas se notó el crujido estructural al sentarse. Sus articulaciones notaban la falta de aceite, pero ése era el menor de sus problemas.
-Tus tías han vuelto a comerse las galletas, querido. Nadie las ha seguido al salir y han pasado por la biblioteca, donde alguien les ha debido informar de que estaban guardadas allí, -dijo Lady Loles una vez erguida en su asiento.
-Sé que tenemos el enemigo en casa, amor, pero debemos resistir, -contestó el cuarto de los Lores de Chochester.
-Hoy he ido a la caja de ahorros y he hablado con esa chica tan moderna, Patty Pong, y no he conseguido robarle la caja de grapas. A duras penas me he traído un bolígrafo, de esos que tienen para firmar los clientes.
-¿Qué sabemos de nuestro saldo?, -preguntó el Lord.
-¿Qué saldo?, -respondió preguntando la mujer.
Ambos quedaron abatidos durante un buen rato. Se estremecieron al unísono (como en tantas otras cosas, pensaron pícaramente) al imaginar que sus antepasados les vieran en la situación actual. Poco a poco se quedaron dormidos.
A la mañana siguiente, Maximilian los encontró en el salón, en la postura de lectura. Comprobó que respiraban a intervalos, uno primero y el otro cuando terminara, para, al menos, ahorrar aire.
Los estiró como pudo y, uno en cada brazo, los llevó al dormitorio para que descansaran.
Antes de la hora de no comer del 30 de junio de 2012 en Chochester, la servidumbre, viendo el panorama, se reunió.
Cinco doncellas, la ama de llaves, dos criados para todo y el mayordomo principal, Clarence Pelham, se sentaron alrededor de la enorme mesa de madera de la cocina.
-¿Y a dónde vamos a ir?, -preguntó una doncella, Doris Calper, empezando la reunión como si llevara mucho rato mantenida (la reunión).
-En las cinco mansiones de los alrededores sólo dan una comida al día, -dijo la encargada de las cortinas, Brigitte Moscardó. -Y no avisan, hay que estar atentos.
-No queda otra que sembrar pimientos, ajos, cebollas y patatas, esperar a que crezcan y comérnoslas después. Si sobran, venderlas, -dijo Doris.
Se produjo un escalofrío colectivo, tanto que fue compartido por lord Ismael  en el umbral de la puerta de la cocina, desde donde, en silencio, escuchaba con el periódico de azotar en las manos. Como un tigre salió de su escondrijo.
-¿Mi mujer vendiendo papas?, -preguntó dando por hecho que él no daría golpe y que se imaginaba a Lady Loles despachando y a Bartolaida (la más lista de las gemelas) cobrando a los clientes.
-No se nos ocurre nada más, Milord, -dijo el mayordomo.
Cuando emergieron las primeras verduras del macrohuerto de Chochester, Lord Ismael había tratado su garganta con limón y miel y, recordando sus tiempos de cantante de boulevard, paseaba entre los puestos anunciando a viva voz sus lechugas, berenjenas y pimientos como los mejores de toda Inglaterra.
Lady Loles, adaptada al nuevo orden de los tiempos, disfrutaba de unos huesos rejuvenecidos y regateaba hasta los peniques con sus vecinas, las dueñas de haciendas también venidas a menos pero sin una campiña plena de vida como la de Chochester, donde cientos de ilustres antepasados entregaban su fuerza orgánica al crecimiento de verduras frescas de un sabor excepcional.
Cada cierto tiempo, Lord Ismael paseaba por el huerto para revisar el ritmo de cuidados y recogidas de sus productos hortícolas, azotando simbólicamente el trasero de los que veía más indolentes, para no perder la tradición.
No se conocieron más fines de mes ajustados en Chochester House.