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-La tradición es sagrada,
Telmo –dijo Senén III, arrojó los auriculares sobre la mesa y se volvió. Serían
las veintiuna de la noche.
Antes, a las siete, doña
Asunta Nervión contemplaba su señal, «paso de peatones», en plena curva a
Estafeta. Una serie de litigios con el Ayuntamiento de Pamplona culminada a su favor el siete de julio.
Con música en su radio cruzó hacia
su casa.
Tronó el suelo.
Los cabestros eran
profesionales con experiencia para conducir miles de kilos de trapío hasta la
plaza. Pero siempre hay un buscador de gloria. Armadillo, astifino de remos de
hierro, se adelantó y no supo frenar en la curva. Le sorprendió ver volar unas
sayas blancas.
El morlaco derrapó y la
levantó un par de metros y ella, valiente y ágil, cayó sobre él a horcajadas y
cogió al toro por los cuernos. Algunos vaivenes después, Senén retomaba la
dirección de la carrera y doña Asunta, ahora con los auriculares como riendas
improvisadas, entraba al túnel.
El público, muy purista,
desaprobó los cables. Un periódico atrasado habría supuesto la gloria. Doña
Asunta fue conducida a Presidencia.
Por la tarde, sin el tumulto, un
operario pintaba el paso de cebra desde la señal hasta el portal de doña Asunta.
Senén, cabestro jefe de San
Fermín, fue el encargado de comunicar la sanción a don Telmo, hijo de la señora.
-No he podido hacer más –dijo
Senén III. Al alejarse por el pasillo, su cencerro sonaba lastimero, frío.
Profesional. Sujeto a las normas.