jueves, 29 de julio de 2010

SIN PALABRAS.

Sin palabras.

El niño de bucles dorados, mejillas de manzana recién cogida y dientes como perlas, Arturito, fue elegido por su augusto padre para transportar un libro de poemas, recién encuadernado, desde la librería de Maese Portafol hasta la casa paterna, la Hacienda Llama del Alma, para ser leído durante la fiesta de cumpleaños de la madre.

-Pon todo el cuidado en no dejar caer el libro, hijo mío, -le dijo el padre ajustándole el lacito azul al cuello, pues se trataba de un ejemplar muy delicado (el libro).

El niño no completó el encargo pues, sin perder aún la sonrisa de querubín, tropezó con su propio pie al entregar el libro con un gracioso saltito de baile y lo dejó caer sonando como un mundo que estalla al chocar contra el suelo.

Las manos de Maese Portafol para fijar letras al imprimir ya no eran las de su juventud y, dentro del libro, tras el cataclismo, las noticias eran aterradoras: ruido de correctores gráficos desesperados, párrafos enteros destruidos, signos admirativos e interrogantes sin sentido, destrozados o impares, guiones perdidos en renglones cortados por la riada de tinta aún fresca, miles de palabras sin página a donde ir, versos en rima malsonante…

El resto de los libros de la biblioteca de la casa, por solidaridad, se lanzó desde las altas estanterías a un suicidio colectivo haciendo de la alfombra un mar de tinta oscura y sin brillo.

Las historias contadas desde entonces en la mansión contendrían el caos y la desgana, la desidia en los manuales de medicina, la pereza en la arquitectura, la ausencia de música en los poemas…

Uno de los volúmenes preferidos por el jefe de la casa, Cómo educar en armonía a su hijito querido, se quedó vacío en el acto. Al recogerlo del suelo y ver una página tras otra en blanco, el padre lo cerró despacio: se había quedado sin palabras. Se volvió y le soltó dos sonoras bofetadas a su hijo, tan lindo, tan gracioso. Y tan capullo.