Cuando Juan Luis Sautuola Palodulce vio las paredes de su nueva casa, se puso frenético más allá de la alegría: vio el mayor mural del que había dispuesto jamás para desarrollar su pasión pictórica y no perdió ni un momento.
No atendió ni una sola de las llamadas de sus amigos, los hermanos de su pueblo con los que había ido a cazar o a nadar desde que era un niño.
Se limitó a comer lo suficiente para resistir la pasión de la pintura, para la que, con ojos centelleantes, obligaba a su mujer a tenerle preparados los pinceles y los pigmentos, la mayoría de un ocre mezclado con aceites naturales; así, las gráciles figuras que viajaban en sus manos desde su memoria de amante de la Naturaleza hasta el lienzo de sus muros, no perdían ni un instante de vitalidad.
Siglos más tarde, montones de siglos más tarde, cuando Marcelino Sanz de Sautuola descubrió las pinturas, borró con saña la firma de Juan Luis en todas y cada una de sus obras. Él conocía la historia de abandono y soledad que padeció su tatatatatatatata…tatatatarabisabuela por parte de su marido Juan Luis, quien, febril, no celebró ni un aniversario de boda con ella en todo el Magdaleniense. No salieron jamás de Altamira.