martes, 21 de septiembre de 2010

APÓCRIFO.

Cuando Juan Luis Sautuola Palodulce vio las paredes de su nueva casa, se puso frenético más allá de la alegría: vio el mayor mural del que había dispuesto jamás para desarrollar su pasión pictórica y no perdió ni un momento.

No atendió ni una sola de las llamadas de sus amigos, los hermanos de su pueblo con los que había ido a cazar o a nadar desde que era un niño.

Se limitó a comer lo suficiente para resistir la pasión de la pintura, para la que, con ojos centelleantes, obligaba a su mujer a tenerle preparados los pinceles y los pigmentos, la mayoría de un ocre mezclado con aceites naturales; así, las gráciles figuras que viajaban en sus manos desde su memoria de amante de la Naturaleza hasta el lienzo de sus muros, no perdían ni un instante de vitalidad.

Siglos más tarde, montones de siglos más tarde, cuando Marcelino Sanz de Sautuola descubrió las pinturas, borró con saña la firma de Juan Luis en todas y cada una de sus obras. Él conocía la historia de abandono y soledad que padeció su tatatatatatatata…tatatatarabisabuela por parte de su marido Juan Luis, quien, febril, no celebró ni un aniversario de boda con ella en todo el Magdaleniense. No salieron jamás de Altamira.

RENOVACIÓN.

El albino de origen finlandés Jaramaldo Madero, de seis años de edad, conoció la noticia del próximo nacimiento de su hermano, a quien llamarían Claudio.

-Siempre será más joven que tú, ha, ha, ha, ha -le dijo una noche el espíritu de la Mala Gaita, un tal Eusebio. Y le hizo muecas feas, de las que ejecuta un portero que te ha parado un penalti con la nuez.

Incendiado de ira, envidia y crispación, Jaramaldo dejó confiarse al recién nacido y a los quince días lo envejeció con saña aplicándole dos manos mensuales de betún de Judea.

Desde entonces, cuando los padres presentaban en sociedad a sus vástagos, Claudio era dejado para el final, como el residuo familiar ennegrecido y arrugado que aparentaba ser.

Hasta que veinte años después, invitados a una travesía imprevista por el desierto, los miembros de la familia Madero fueron devastados por el Sol, que agrietó sus pieles y secó sus labios hasta el punto de no poder pronunciar con facilidad la palabra sherelfitoding al despertar. Todos menos Claudio, quien, al contrario, notó como, a medida que se arrastraban por las dunas y se marchitaban sus familiares, a él le protegía una densa capa de mugre oscura la cual, al llegar derretida al Oasis de cinco estrellas Fresquíbiris, dejó ver una piel blanca, hidratada y fresca junto a un pelo rubio, sedoso y liso.

En cuanto vio que el resto de su familia se recuperaba de la fatiga y las quemaduras por insolación, agarró una estaca y repartió equitativamente una buena somanta entre sus padres y hermanos, perdonándolos de buena fe y presentándolos en sociedad con correa pero sin bozal, y explicando vagamente lo arrugado de sus pieles.