Llegué al pueblo de Somereslintchen al atardecer, para rendir el último homenaje al que fue mi profesor de carpintería, el ilustre Malario Benergremd. Nadie salió a recibirme al domicilio del finado, donde el cochero me dejó con un “..erda de propina” perdiéndose a lo lejos.
Desde la puerta abierta, la escena era sobrecogedora: los familiares y allegados, viuda incluida, pateaban la cabeza del cadáver para hacerla encajar en el ataúd. De uno en uno, subidos en los afilados bordes del féretro, aplastaban con sus pies desnudos la frente y la cara de mi fallecido mentor, el hombre que mejor ha lijado una tabla en este mundo.
No pude más y grité desde la puerta.
-¡Quietos, por Dios!, -dije.
Se apartaron según me acerqué al cuerpo presente y, mirando a mi alrededor, cruzando con gravedad mis miradas con los que supuestamente velaban a un cuerpo para hacerlo encajar en otro mundo, saqué de mi maleta dos tablones lisos, anchos, perfectamente lijados y los coloqué sobre el ataúd, de lado a lado, a modo de dos puentes paralelos.
Entonces, con un pie bien apoyado en cada tabla, de un único golpe de bota encajé a la perfección la cabeza con orejas y gafas de Malario dentro de su envase para la Eternidad.
Tímidos al principio, los aplausos acabaron siendo atronadores. La mayoría, gente de espíritu abierto, reconoció la barbaridad de colocarse descalzo sobre los bordes afilados de un ataúd de cinc e intentar golpear sintiendo grandes molestias en las plantas de los pies.
Al día siguiente, tras dejar las dos tablas como regalo, regresé a mi casa.