domingo, 19 de septiembre de 2010

NO PODÍA SER ÉL.

“Las seis mujeres habían sido degolladas de un tajo que dejaba un charco singular de sangre alrededor del cuello. Quedaban bocabajo, sin más signos de violencia que las caras sofocadas, fruto de la angustia de la huída. Y, claro está, el corte preciso.”

Este era el resumen de los informes forenses en los seis casos de asesinato sucedidos en dos semanas, cometidos en la jurisdicción del comisario Arroyo, y con la coincidencia de que todas eran mujeres excepcionales.

Pero surgió la esperanza de acabar con el horror, porque hubo un soplo que permitió saber quién sería la siguiente: Natalia Ortega, la gran bailarina. Y cuándo: El martes 14, tras su función de noche. Cincuenta tiradores expertos fueron apostados a lo largo del callejón al que daba la salida trasera del teatro, conectados mediante micrófonos a la emisora del comisario Arroyo, quien dirigiría las operaciones con su segundo de siempre al lado, un hombre fiel aunque criticara todas sus decisiones: El fiel subcomisario Lameda.

Natalia Ortega, con las zapatillas blancas y un abrigo negro sobre el tutú, recién terminada la función, se avino a ser el anzuelo. Desde que salió veía brillar los fusiles automáticos bajo las farolas; por tanto, se sentía segura y no forzó el paso cuando adivinó tras de sí al asesino.

Al final del callejón, ella se paró enfrentando sus ojos a los de él. Ya podría identificarlo.

Tras unos segundos de pie, a su lado, el hombre se quitó el abrigo y la emprendió a golpes con algo metálico muy pesado; después, en el suelo, le retorció el cuello dejándola caer casi sin ruido. En ningún momento empleó cuchillo alguno, de eso no había duda alguna. Se produjo un silencio mortal y ningún componente del pelotón disparó un solo tiro al no recibir la orden.

El tipo se alejó de allí andando con el abrigo doblado sobre el brazo, quizá por el calor del esfuerzo, ya con la primavera a la vuelta de la esquina... A la mañana siguiente, el informe fue redactado en un par de líneas, plenas de decepción ante el operativo desplegado y las expectativas creadas. Pero esta vez se incluyó la nota negativa de Lameda, que insistió hasta última hora en que la mujer se cambiara antes de salir del teatro: Le parecía ridícula esa forma de ir por la calle para colaborar con la policía en un asunto como éste, si bien al final, tras la discusión técnica, aceptó de buen grado el criterio de su superior y firmó las conclusiones:

“No coincidía el modus operandi. No era el que buscaban. No podía ser él.”

En su casa, el asesino discutía acaloradamente porque su mujer había empleado su cuchillo grande en la cocina, en contra de lo que le tenía dicho, sin ponerlo después en su abrigo.

-Esta noche parecía un aprendiz, -dijo apesadumbrado mientras metía los platos en el lavavajillas.

FIESTA DE PRIMAVERA.

La señorita Andrea Pomeroy, hija del laureado general Lawrence H. Pomeroy, preparaba su fiesta de primavera tras un largo y reparador sueño.

Lo primero eran los invitados, como es lógico suponer. Y para ello, la señorita Pomeroy, sentada en su sillón azul, elaboraba una lista escrita con pluma de ganso y tinta china negra y compacta, que incluía a las personas de su agrado, así como algunas más distantes pero convenientes.

Comenzó su lista por el doctor Tomas Heinz, antiguo camarada de su fallecido padre. Era alguien cuya compañía le confortaba y agradecía. El único que no había faltado ni una sola vez a sus invitaciones.

Los siguientes invitados eran los Maverick, una familia compuesta de un matrimonio con dos hijos gemelos, William y Joseph, nada alborotadores. Eran jóvenes, pensó la señorita Andrea Pomeroy sonriendo, pero muy fieles, pues tenía contabilizadas veinte asistencias.

Hizo una pausa para, en una hoja de papel aparte, contar con el servicio adecuado. Nunca le había fallado Miss Anna Tiriac, casada con el cocinero y pastelero Míster Paul Tiriac, gracias al cual no le había faltado nunca una tarta de manzana en su menú. Sabía que podía contar con ambos, así como con la ayuda de sus cuatro hijas, Pamela, Susan, Diana y Jane, para servir la comida y atender a los invitados. Hizo cuentas y salían más de sesenta asistencias de la familia Tiriac a su reunión.

Con su letra gótica alemana, cuyos elegantes rabitos hacían caracoles al terminar cada nombre, la señorita Pomeroy finalizó la confección de la lista de asistentes seguros a su fiesta de primavera.

Antes de revisar la vajilla que utilizaría al día siguiente, abrió su armario y contempló el vestido blanco que contaba con el récord de apariciones igualado por el doctor Heinz. Se lo probó y sonrió otra vez al comprobar que su cintura encajaba sin esfuerzo. Como todos los años.

Se acostó y durmió con un sueño profundo y reparador.

Al levantarse, se sintió agradecida por un día que amaneció radiante y con olor a flores. Abrió la ventana y le saludó una brisa fresca.

Sin desayunar, se puso una bata y corrió al sótano. Allí encontró al doctor Heinz, quien llevaba horas levantado y había inyectado ya el Diavital a la mayoría de los invitados a la fiesta de primavera de la señorita Pomeroy. Según despertaban, se vestían con ropa de gala que debían procurar no manchar ni arrugar y se dirigían a la planta alta. La señorita Pomeroy esperó junto a la puerta hasta tachar al último de la lista. No faltaba ninguno. Después fue a su cuarto y se arregló para la ocasión.

Tenían la mirada algo perdida, pero todos sin excepción se instalaban en el salón de la casa estilo colonial, entregaban su regalo a la señorita Pomeroy, y tomaban el té acompañado de un trozo de tarta de manzana que siempre calificaban como deliciosa.

Al caer la tarde, se despedían ordenadamente de la anfitriona y bajaban despacio las escaleras hasta el sótano, donde se desnudaban e iban quedándose aletargados.

La señorita Pomeroy los cubrió con mantas y guardó ordenadamente sus ropas hasta el año próximo. Era una tarea que había que realizar con el máximo esmero, y el doctor Heinz le ayudaba encantado.

Antes de apagar la luz, contemplaba al mejor grupo de invitados que se puede tener para una fiesta: Divertidos y pendientes de ella año tras año. Con un suspiro teñido de melancolía, cerró la pesada puerta del sótano y subió con premura las escaleras del brazo del doctor: El efecto del Diavital puro no les duraría mucho más.

Hasta luego, Labordeta






Hoy se nos ha ido Labordeta, cantautor, poeta, profesor... pero aquellos que lo conocían lo definían con dos palabras: buena persona.


No le conocí en persona, ya nunca le conoceré, pero no me hubiera importado hacerlo. Me gustaba escucharle, con ese tono bronco pero sincero, con ese gesto a veces enfadado, pero tremendamente tierno. No le conocí, pero no me hubiera importado conocerlo. He escuchado en la radio, que en su tierrra habían hecho una encuesta en varias ocasiones para elegir "el aragonés con el que te irías de cañas", y dicen, que siempre lo elegían a él. Por algo sería.


Yo no conocí a Labordeta, pero me gustaba escucharle recitar, cantar, hablar...


Hasta luego ,Labordeta. Nos hacen falta gentes como tú.