viernes, 27 de agosto de 2010

CURIOSIDADES HISTÓRICAS (3).

Personaje: Amílcar Barca.

Aspecto: Mingitorio.

Acostumbramos a pasar por encima de cuestiones cotidianas realizadas por personajes de muchísimo peso histórico. En concreto, se hablará de las modalidades o aspecto en el acto de micción del gran general Amílcar Barca Bermúdez (por fin también hemos conocido el segundo apellido). Trataremos esta faceta en igualdad de condiciones al de sus, por ejemplo, incomparables dotes para la estrategia militar en campo abierto y bares cerrados.

Y no es baladí la valoración: Amílcar, recién nacido, estableció un arco de marcado medio punto, que, comenzado en su tubo de escape, vino a dar en los collares de su madrina, doña Celeste Startaffiora. Esta mujer aguantó estoicamente al principio para incluso dar palmas al oír balbucear a su ahijado algo parecido a “meada, madrina”, que ella interpretó como “mi hada madrina”.

De mayor, se dedicó a la constante imitación del caribú, el tigre y el ñandú, este último para el lance concreto de la petición de mano marcando territorio. Gracias al trabajo diario, su ecléctico estilo urinario alcanzó la madurez y, en concreto, gran facilidad para mojar los cascos de los romanos que hacían guardia al otro lado de una valla de cuatro metros de alto. Pero lo más valorado era la escritura de mensajes de amor en la arena, con buena letra, que su amada leía con claridad desde su balcón.

Desde que se casó, llevó a cabo sus liquidaciones en horizontal y sin arabescos, en señal de fidelidad. Pasado un año, dado que su mujer prefirió los dibujos y florituras del chorro de la chorra del general Gramínades, Amílcar se dedicó sin rubor a mostrar sus habilidades en público tras cada victoria en campaña. De hecho, hizo traer grandes cantidades de diuréticos del Cáucaso para que cada espectáculo, realizado en directo, dejara una impresión acorde a lo gran hombre y artista que era.

Aunque guardaba las distancias con el pueblo llano, de forma esporádica apagó dos o tres incendios en pequeñas cocinas de aldeas, donde algunas amas de casa se ausentaban para sacar a sus maridos de las tabernas. Aquí el estilo era, lógico, de bombero, o sea, apuntando a lo bajo y sin adornos.

De viejo, cansado de guerras pero aún apuntando a las estrellas, hizo un par de giras con pises que al caer dejaban dibujos circulares, algunas poligonales conocidas y dibujos sencillos. La última gran meada que programó, cerca de su Cartago natal y en presencia del joven general romano que le puso en aprietos al agarrarle allí, se malogró por una cistitis que apenas le permitió mojarle el escudo; el siempre ganador Barca, furioso, le tiró a la cara y sin abrir un envase de doce pañales para adultos. A partir de entonces, sólo hizo apariciones estelares en grandes batallas, cameos, molestando a los legionarios romanos que después no sabían explicar de qué se habían manchado las falditas y se ruborizaban muchísimo.

Y este es el gran mensaje que este guerrero incomparable dejó para la posteridad: la meada valiente, libre y universal hasta la sepultura. Lejos de vivir el auténtico Mea Crucis de tanto jubilata sin autoestima, Amílcar Barca Bermúdez venció en la mayor batalla del hombre: evitar esas denigrantes salpicaduras en la parte de los dedos que sobresalen de las sandalias marrones. Él no. Él, jamás.