viernes, 2 de marzo de 2012

OFICIO DE ESCRIBIR (3).

Agradecimientos.

Señá Liboria, desde siempre, ha limpiado en casa.

Es prima segunda de una prima más segunda todavía de mi mujer, y de chica jugaban todas juntas, primas, segundas y demás, en la alberca del pueblo de Forraentera, un pueblo puesto más o menos por el Sur.

Digo lo de limpiar en el más absoluto de los términos. Señá Liboria desinfecta, aísla, prohíbe cualquier idea relacionada con la pringue o la más mínima sepsis.

Así que he tenido que andar con ojo los jueves por la mañana, cuando viene a casa. Mi mujer se va temprano y yo tengo que levantarme también al alba con ella, pero lo hago antes, despavorido, pensando en la que puede caerle a mis montoncillos de papeles ordenados según mi criterio, mi memoria, o el curso de la novela en la que ando metido, capítulo dos, desde hace diecisiete años nada más.

Sé lo que me busco si no defiendo a capa y espada mis torres de folios, alguna con más de doce unidades de altura, perfectamente numerados en todas las esquinas, cuyo orden férreo puede irse al traste si cae en manos del paño anti ácaros de la Atila del Polvo.

Pero el jueves pasado, fiesta para los ingenieros mecánicos de Ferrari, mi mujer no trabajaba y no puso el despertador.

El timbrazo, en un in crescendo de lujo coreado por algunos vecinos que bajaban la escalera, nos despertó y provocó un pequeño choque frontal al querernos bajar al mismo tiempo y por el centro de la cama. Sin consecuencias graves, nos fuimos a levantar el telefonillo para que aquel trompeteo apocalíptico se acabara de una vez. A los treinta segundos, apareció por la puerta Señá Liboria, impecable, radiante y oliendo a gloria, supongo que después de haber inaugurado alguna sala de desinfección en algún hospital de la ciudad.

Nos mandó a tomar café, ducharnos, vestirnos y peinarnos en doce minutos, mientras ella recogía los cacharros. Después, tocó a retreta:

-Cada uno a sus cosas y sin molestar, que hoy vengo con el orden del día sin fijar y no quiero gente por medio.

Yo aún no había podido hablar. Mi cerebro no había sido avisado y el café previsto era –destino traidor- descafeinado. Me eché en el sofá, lo bastante alto como para que ella lo moviera y limpiara alrededor y debajo sin levantarme.

Y ese fue mi error.

La vi bajando con el montoncillo número cuatro, el del centro; los papeles de color verde; los de la idea principal y la lista de personajes. Los que tenían el final “hilvanado”, pendiente de si el malo se llevaba o no la pulsera encontrada en la pirámide del faraón Onfara, en pleno centro de Calatayud.

Con el brillo de sus horquillas clavándose en mis ojos, Señá Liboria bajó las escaleras solemnemente, como una vedette de las que no se caían, y dijo:

-Vaya birria, oiga usted señorito. Siga usted acostado, que esto se lo arreglo yo mientras termina la lavadora.

No pude reaccionar y rendí mi obra a una mujer que, antes que nada, repasó cada folio con una pequeña pero potente aspiradora de mano. Era su forma de hacer borrón y cuenta nueva, me dijo.

Pero lo cierto es que, con su intervención, mi libro estaba en las librerías a las seis semanas de aquel incidente. Una novela de acción, donde –supongo que por la crisis y un monumental ERE literario- Señá Liboria había mandado a la calle a ciento sesenta y seis personajes de los inicialmente ciento setenta y dos previstos por mí, al mismo tiempo que situaba el desenlace en una salita de estar, tomando un cafelito, en lugar de ir cavando un túnel a través del Ministerio de Agricultura, como yo había planeado.

Lo que más me fastidió fue tener que firmar a los compradores con la chaqueta gris del traje de novio, planchado hasta por dentro de los bolsillos. A pesar de ello, en la contraportada, en medio del índice, puse una nota dedicatoria muy clara, que Señá Liboria agradeció: “A algunas personas”.

Además, le vendí un ejemplar dedicado a mitad de precio.