sábado, 25 de septiembre de 2010

BODAS DE ORO.

El día estuvo lleno de hijos, nietos, buen tiempo y mucha comida. Y todo desapareció de pronto, para que los abuelos no tuvieran que perder el tiempo en docenas de abrazos ni en recoger los restos de la fiesta de sus bodas de oro.

Los dos se quedaron fuera de la casa, sentados en el último peldaño de la escalera que terminaba en el jardín.

Recordaron, exclusivamente, caricias. Las furtivas y las descaradas. Las ganadas y las regaladas. Coincidieron en que no hubo una sola que no se hubieran merecido.

Estaban en una lista particularmente pícara cuando, a pesar de la calurosa noche de verano, se sorprendieron desnudos, coincidiendo con la llamada de los vecinos, tan viejos como ellos, que acababan de llegar para preguntar cómo había ido la celebración.

Los crujidos de los huesos se aliaron con ellos para no delatarlos, pero no fue fácil. Los vecinos seguían llamándolos, cada vez las voces más ansiosas y cercanas, pues los setos entre las dos casas no sustituían a una pared y se podían atravesar.

Se arrastraron por la hierba, dejaron atrás la ropa para ir más de prisa y la risa le ahogaba por encima del nerviosismo y el miedo a ser descubiertos.

Se agazaparon tras unos rosales y los vieron pasar de largo. Cuando oyeron a sus vecinos decir que volvían a su casa para llamar a los hijos, se abrazaron e hicieron llegar mucho más lejos las caricias que habían empezado.

Agradecidos, intentaron levantarse de un brinco para entrar en casa y lo que consiguieron fue caer sobre un montón de tierra sin sembrar. Poco a poco lograron ponerse en pie y, con él apoyándose en el hombro de ella y sin poder tapar la risa, entraron en la casa.

Al llegar de nuevo los familiares, fueron recibidos sólo por ella, de pie, en bata y con una expresión de recién despertada y extrañeza.

La explicación de los vecinos fue confusa, los hijos comenzaban a marcharse y sólo la intervención del mayor de los nietos, que había amontonado y cubierto de tierra la ropa que fue hallando tirada en el jardín, evitó una innecesaria ristra de preguntas.

De nuevo desearon felicidades a los abuelos y volvieron a poner los coches en marcha.

Cuando entró en la habitación, él se hacía el dormido.

-Sólo por si entraban a darme otra vez las buenas noches, -le dijo quitándole la bata y haciéndole entrar en la cama de un brinco-. Mañana barreré el rastro de tierra que llega desde la puerta hasta aquí, -dijo antes de estallar en una carcajada contagiosa.

EL TESORO

Todos se miraban con recelo: alguien les dijo que cerca había escondido un tesoro y sería para el que primero lo encontrase; uno de ellos tomó asiento y dijo que él no tenía interés en descubrirlo, estaba feliz con lo que tenía y no ambicionaba más. Él era el poseedor del mejor tesoro, que es la falta de codicia y ambicion.