jueves, 23 de abril de 2009

HOY ES EL DÍA DEL LIBRO



A todos mis compañeros y a quienes pasan por aquí, os deseo un feliz Día del Libro. Me gustaría compartir con vosotros dos títulos en este día. Por un lado, el libro que me ha regalado mi amiga, tal como acostumbramos a hacer desde hace varios años ya: El blog del inquisidor, de Lorenzo Silva.
Y por otro lado, el que yo le he regalado a ella: El canalla sentimental, de Jaime Bayly. Cuando los lea (porque ambas leeremos los dos), os comentaré qué tal me parecieron.
¡Un beso y a leer, que son dos días!

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (X).

Batalla de la pescadería de San Severiano.

 

Desde que yo recuerdo, y una tiene en la mente grabada muchas cosas, las discusiones entre Tatiana Mendiluce, alias Berejeni, y su vecina Isaskia Vallejo, la Pipafloja, las dos pescaderas del mercado central, siempre se han llevado mal.

Al entrar, de madrugada y limpias como el oro, definiendo la asepsia hospitalaria en cada paso, se saludaban con un golpe plano de acedía como sustituto del guantazo.

Pero, hombre tenía que ser, llegó el miércoles pasado un noruego al mercado y dijo que entendía de pescado, que venía con una furgoneta llena y que quería el mejor material para invitar a su familia, que venían a verle para celebrar un cambio de dentadura (eso creímos entender). Hablaba a gestos y miradas, iba del puesto de Tati al de Isaskia, no se decidía, cogía algo y lo soltaba, comparaba… llegó a intercambiar un pulpo que estaba en plena faena con una calamara. Un desastre.

Salieron las dos con los brazos en jarras. Agarraron cada una por un brazo al noruego.

-Yo inosenten, las prometo por fiordos.

No hubo forma de parar la tangana. El noruego salió disparado. No era tan tonto.

Los primeros momentos de cualquier batalla indican la estrategia, la colocación, la idea básica. Pero si se enfrentan dos enemigos muy conocidos, hay que improvisar desde el principio.

Tati optó por colocarse de un salto detrás de Isaskia e introducirle gambas peladas sin descongelar por la espalda.

-¡Arehorihayayayayiiiiiiiiihijalagramp…! –dijo exactamente, que yo estaba allí y puedo certificarlo.

Isaskia contaba con el rencor del pulpo interruptus y éste, con breves instrucciones, consiguió subir por los holgados pantalones de Tati.

-¡Ohohoihohohoi, ehtoqué é, ehtoqué é, pero qué eeeeeeee, cashocabríiiii! –dijo.

Allí las dejé, zambullidas entre los chocos y un atún que no había terminado de morirse y quería su propio espacio, una cosa como el de ver la tele en tu sillón.

El jueves volví al mercado.

El marcador señalaba seis golpes de lenguados a cinco a favor de la abuela de Tatiana contra la madrina de Isaskia. Según me contaba mi prima Yeroleraida, las dueñas de los puestos se tuvieron que ir a un bautizo y dejaron a las familiares que siguieran la refriega.

Me dio por preguntar el precio de los jureles y estoy en el hospital intentando que me saquen una cáscara de ostra de la nariz.

No sé qué pasaría el viernes.

OFERTA DE HONOR.

El instructor de guerra del joven conde Arana levantó la espada una vez más. Tras dos horas de esfuerzo metido en la nieve hasta las rodillas, presentaba la posición de guardia de la esgrima, con una hoja que pesaba tres veces más que cualquier espada. El discípulo se levantó tras su última caída y con él también su espada y el escudo. Entonces el maestro dio la orden de regresar al castillo.

Doña Inés de Saltera, viuda de Guillén, el  tercer conde de Arana, veía pasar a sus aposentos a su hijo, medio muerto de frío y cansancio tras la instrucción para la guerra. A pesar de ser unos tiempos de paz, el entrenamiento era espartano. Y diario.

Eran tiempos en que el honor era pretexto suficiente para pelear. Bastaba decirse insultado para cruzar con un guante la cara de un caballero y desafiarle. Después se inventarían las razones, mucho después de establecer el premio para el vencedor.

-Yo tengo lo que deseáis, -dijo el joven conde al noble Tomás de Laredo, quien se había levantado para gritarle en medio de un banquete y retarle a muerte-. Decidme qué puedo ganar yo si os ganara.

-Mi hacienda y mi título, -respondió Tomás.

-Entonces, cambiad de castillo, -intercedió doña Inés en medio del silencio de la reunión, dejando boquiabiertos a todos los presentes-. Y demostrad que sois digno de ser mi amante sin matar a nadie. Mi hijo, al mismo tiempo, desposará a vuestra hija y las dos casas se llenarán de vida en lugar de hacerlo de muerte. Una oferta de honor.

Doña Inés era una mujer hermosa, de ojos negros centelleantes y un cuerpo deseado por los hombres tras mirarla una sola vez. Y de las que no bajaban la mirada.

En silencio, con una sonrisa de desprecio, Tomás de Laredo se levantó de la mesa y recibió su espada de su escudero para avanzar hacia el centro del enorme salón. El conde Arana no vaciló y fue a su encuentro.

El ruido del primer choque de las espadas oscureció el tañido de la campana de la torre del castillo, que avisaba del cierre de las puertas para la noche.

Tomás de Laredo, sin levantar la vista del suelo, se arrodilló y dejó caer la media espada que aún agarraba con la mano.

Enfrente, Doña Inés de Saltera, mucho más rápida en la esgrima que su hijo, le levantaba la barbilla con su hoja tras romper por la mitad la espada del de Laredo. Quería mirarle a la cara antes de cortarle la cabeza.

Pero no lo hizo.

Dirigiéndose a todos los nobles allí reunidos, se cogió del brazo de su hijo y se retiró a sus aposentos. Era tarde y los dos, el aprendiz y la instructora de guerra se levantaban al alba para ejercitarse. Caminaban con las espadas en alto.