domingo, 30 de octubre de 2011

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XXXII).

Batalla de la Nasa.

Tres, dos, uno, cero… fueron las calificaciones obtenidas por José Manuel Jefferson Olivera en sus exámenes para astronauta. La cuestión era peliaguda: estaba predestinado por su familia para ser el nuevo Amstrong, el dueño de las estrellas del siglo XXI, y ahora ese sueño parecía imposible.

Llamó a su abuela, doña Genara, residente en Bienvenida, provincia de Badajoz.

-Agüeli, que man mandao pal mierdo y no puedo montarme en los cacharritos.

-¿Y la mona Perchitas, dónde está la mona? –preguntó llena de angustia y malestar doña Genara. La mona era descendiente directa de la primera que viajó en un proyecto Apolo y la habían criado en Badajoz, en la finca de los abuelos; hasta el propio don Honorio, esposo de Genara, murió por ir a darle la merienda cuando estaba subida en un limonero. La mona lloró muchísimo.

-La mona está bien, agüeli, a ella sí la dejan subir a la cárzula. Pero tiene que ir otro con ella y a mí no me van a autorizar.

-Tuspérate quieto ahí y verán los pinchapollos ésos. Vete para el aeropuertuario, que estoy allí en un pis de pases.

Y la verdad es que tardó poco la mujer. Y eso en los relatos se agradece.

Aplastado bajo las cuatro maletas repletas de chacinas que se trajo doña Genara, José Manuel se metió en el taxi junto a su abuela, camino de cabo Cañaveral.

-Desde luego, mira que veniros aquí con tu padre, ese migas blandas, en lugar de quedaros en la tierra. Menos mal que te venías los veranos a curarte y recuperarte.

-Si, agüeli, que siempre me preguntaban por los gazpachos, las tortillas y los filetones de lomo. Así volvía de gordito y colorado a Colorado.

Al salir del taxi, fueron a su encuentro la madre, el padre y la mona. La madre, la abuela y la mona se fundieron en un abrazo. El padre recibió las maletas en los brazos.

Una vez en el centro de reclutamiento de astronautas para misiones interestelares, el grupo familiar fue recibido por los instructores en pleno, cada uno con su carpeta de exámenes de José Manuel.

-Buenos morning tener ustedes todos, -dijo el jefe del grupo en su más correcto espanglish.

Doña Genara, un poco lenta por el jet lag, falló al abofetear al de la sonrisa más prominente, aunque le tiró la gorra al suelo, que cayó al mismo tiempo que ella.

-Usted vieja estropiciada tener buena golpe, pero chirriar caderos y costar levantamienta vertical, up, ¿comprendería mi? hiei, hiei, hiei.

Mientras el grupo de monitores reía al mismo compás desangelado, surgió el factor desequilibrante: la mona, una experta en el combate de guerrillas y las combinaciones químicas de segundo orden. En menos de lo que tarda una vecina en llamar a la puerta de otra que se lo está pasando bien con su marido para recriminárselo, Perchitas se metió en el laboratorio y mezcló sustancias con precisión, logrando sintetizar el preparado llamado miermojonina, de la que, tras repartir máscaras para los suyos, esparció una buena cantidad por los pasillos mediante un aspersor, como es lógico suponer.

Los Yankees querían irse gou hom del tirón. Ni uno solo podía mantener la sonrisa y tres de ellos se refugiaron dentro de una lavadora cercana, donde se lavaban los calcetines de los caballos.

Llegaron rápidos refuerzos y se fueron mucho más deprisa. La Nasa estaba nasalmente aturdida y la mona daba volteretas. José Manuel estaba maravillado, sus padres sentados charlando y su abuela en una hamaca sostenida entre dos percheros. Doña Genera aspiraba y sentía los componentes de la miermojonina, donde no podían faltar doce miligramos de pellejo mustio batido de su Collantes, el cochino con mejores andares del siglo XX.

Las pantallas gigantes dieron la noticia: “Jesé Manuelo aprobar por mis muertas todos. Abrir puertos y ventanas. Firmado con sangre, el director jefasa de todos completas los proyectos de la Nasa, ¿qué pasa?”.

Y la mona, feliz y consciente de que su protegido podría aprender cosas de provecho durante el viaje, le arregló los botones del traje, se despidió de la familia y, con los tapergüeres de empanadillas de doña Genara, se llevó a José Manuel de la mano hacia el cohete.

Desde lejos, doña Genara, en suspensión, lanzaba y encasquetaba el casco limpiamente sobre la cabeza de José Manuel, que iba loco de contento.