miércoles, 9 de octubre de 2013

La semana pasada. Martes, me parece.



La semana pasada entró en nuestra peluquería la concejala de Punto de Cruz doña Estebanita Macarena Deplaya, nacida en el barrio y conocida como Jigitonto por la facilidad de caída al suelo en cualquier situación: cuando jugaba en la calle, la acera, el parque, el columpio o a la comba.
Venía con una sonrisa al punto del agrietamiento facial, que, dicen sus biógrafos, es capaz de mantener hasta tomando la copita de después de las celebraciones. Y de eso se trataba.
Mi jefaza y dueña del local de estética universal, el centro que colma mis ilusiones profesionales, ponía en marcha la semana pasada un nuevo sistema de secado cabellero, para la dama y el caballero, que incluye la modalidad de peluquines. Es decir, mucho más allá del mecanismo soplador, cálido y variable, envolvente y suave o fuerte, estaba el hecho de que nuestro salón de belleza se abría al público masculino y al público bisoño (portador/usuario de bisoñé). Y doña Estebanita, esposa y amante desgarrada antes que concejal, se encalomó al evento mucho más para fisgar y enterarse de por dónde respiramos que por ver cómo peinamos, despeinamos y volvemos a peinar. Y es que el marido nuevo de Estebanita, el mismo de siempre pero casado por varios ritos (el civil, el bantú, el marismeño, el protestado…) fue el primero en venir a darse unas mechas en su postizo.
El casposo, El ESPOSO quiero decir, tiene unos añitos más que la concejala, pero se las da de sandunguero, bailón, bebedor y exitoso con toda mujer que se pasee por su radio de acción (que yo calcularía en veinte centímetros, pero él mide en hectómetros, la criaturita). Esta circunstancia obliga a la edila a un constante seguimiento de su cónyuge, realizado bien a través de costosas empresas de vigilancia y control que los contribuyentes pagamos encantados, o bien, en los casos sencillos, de investigación personal del pollo pera: su hombre. Dado que en nuestro centro mundial de la estética corporal laboran y se contonean más de tres niñas de contrastada turgencia, el asunto requería, según ella misma, la presencia sólida e inmediata de doña Estebanita.
Lo que sigue es un pobre intento de expresar o recoger algo de cuanto sucedió desde las 9:42 (mi cerebro no procesa casi nada antes de esa hora) hasta las 9:48, momento en que los geos, con su buen hacer, se llevaban para su casa a un conglomerado (melé, marabunta, decía el sargento de guardia) de mujeres que se agolpaban en la escena y que, según la normativa vigente, emitía ruidos muy superiores a los permitidos, sin dejar oír la radio.
–¡Pero mira quién es, pero mira, pero miraaaaahhhh!; ay shoshorro, qué alegría pa este sitio, qué nivel, qué estatúscuo, qué fanfarria y qué más quieres, hijapordió –saludó mi jefa con los brazos abiertos, rodillas algo flexionadas, como esperando acoger en sus brazos a alguien que salta desde lejos, estilo Dirty Dancing.
–Pos que vengo –respondió Estebanita con una cara cercana al cubismo– para poner en su sitio a las pelanduscas que acoges con la única y sofística idea de arrancar a mi hombre de mis brazos.
Mi jefa tiene un primer guantazo la mar de bueno. Lo zampó, quizá, demasiado pronto. La conce venía con botas pisotónicas y vaya si eran útiles. Contabilicé un ajustadísimo empate de empujones y bocados de caballo, a mandíbula abierta. Ya en el suelo, habiéndose mordido hasta el NIF, vieron volar una peluca. La del pollo pera. No pudo darse peor circunstancia. El botón rojo sangre de la máquina nueva, el que pone “máximo: huracanado” para el secado de las melenas densas, que sin querer pulsé con la fregona, fue demasiado para el arreglo final del pelucazo del presumido edil consorte, que salió del establecimiento maldiciendo en holandés mientras las dos mujeres elevaron el griterío hasta el nivel de ambulancia.
-Lagartona de cartón, sijaputona, estratega del separamiento conyugal, toma gancho al hígado, toma este merecido golpe que hoy, en nombre del ayuntamiento que me honro en formar parte, te endoso –declaró para las cámaras la Estebani.
Ya dije que doña LolaPili había soltado uno de sus mejores golpes al principio, lo cual le obligó a tirar de catálogo con pataditas, darle vueltas a la falda de la otra y pellizcarle el cuello por más de un lado a la vez. Esto equilibró el combate, que se embarulló en el momento en que unas doce mujeres, de años sin definir pero hechas al defender la cola en el pescado, tomaron parte en la refriega, cada una según sus inclinaciones personales o políticas.
Sólo puedo certificar que, a las 9:48, recibí un directo a la mandíbula, cual bala perdida, suficiente como para dejar de ser el cronista oficial de lo que allí sucedió.
He pedido la baja por el móvil, desde lejos, por si acaso. Y mi mujer me ha hecho tarta de manzana, con un dibujito de una fregona hecho con mermelada. Me siento mucho mejor.
En cuanto mejore de lo mío, dentro de un par de semanitas, pido el alta y me entero de los detalles.