martes, 9 de julio de 2013

Grandes criminales de la Historia (2)


Jack el Destrepador.

Nacido el mismo día que señalaría para siempre sus cumpleaños, Jack Templeton Perrugolarrartegui, puesto bocabajo por la comadrona de guardia que le asistió, comprendió que nadie debe creerse nada en ningún sitio: rechazó la cunita blanca a estrenar que le ofrecieron sus padres y eligió una de esparto, sin sábanas, destinada a recoger la ropa sucia del ala de maternidad. La prevista para él fue ocupada por Wilson Mahatma Daikiri, nacido dos minutos antes que él.
En su fulgurante carrera contra el estatus sin baremo previo, Jack arremetió contra el obeso director de su guardería en el preciso momento de la entrega de una medallita de latón apurpurinado que el propio director intentaba entregar a Isadorita Powerdere, ganadora de “los seis saltitos sin caerse”. Isadorita, con sus lindos bucles rizados, había recibido “cierta ayuda” de su primo Hipólito en el quinto salto. Jack provocó que sus padres vinieran a recogerlo, aunque tuvieron que esperar a que devolviera la medalla que se había tragado antes de poder llevárselo a casa.
Desde entonces, la vida de Jack contra los trepas se construyó como autodidacta. Creó su propio estilo.
Encerrado en un granero desde que aparecieron los granos en su cara, Jack consiguió que 112 de sus 113 víctimas reconocidas no accedieran a cargo público alguno sin méritos certificados. El que pudo huir, a gritos y con una credencial falsa que no llegó a arder en el microondas de Jack, fue encontrado en un departamento de personal de la gerencia de urbanismo de Londres, gritando como un poseso que si bien su tío le había recomendado para un cargo público, él reunía capacidad suficiente para desempeñarlo.
Tardó apenas una semana en recordar dónde había apuntado la dirección de Jack, pasar a limpio el papel y sellar dos copias antes de dirigirse por escrito a la comisaría más próxima, donde el recepcionista le preguntó por el modelo SKapasono, que le hizo rellenar por triplicado.
El grupo policial que irrumpió en el cubil de Jack quedó horrorizado ante la visión de las paredes: renuncias firmadas a puestos de confianza, anulación de contratos prometidos para puestos de asesores sin oposiciones… Debajo de los títulos, las fotos de las víctimas firmando de su propio puño y letra provocó escalofríos en varios de los agentes. No habían visto algo similar en sus carreras.
Algunos casos concretos estremecieron muy particularmente a los encargados de transportar los documentos encontrados, algunos en buen estado, la mayoría descuartizados, que sólo en el laboratorio grafológico podrían ser identificados.
En concreto, la víctima catalogada como Elmer Turner Palmer desató la náusea. Se trataba de un tipo que “había llevado los asuntos” del concejal de turno para asuntos relacionados con el color de los semáforos. Elmer había conseguido ganarse la confianza de los sucesivos jefes durante años y, la vez que un alcalde quiso normalizar el personal, Elmer consiguió un sello que le colocó como fijo ante cualquier examen para ocupar “su” plaza. La noche en que colaba su papelote en el cajón principal del alcalde, Jack estaba esperándolo. Durante una noche interminable, obligó a Elmer a renunciar al cargo, presente y futuro, en posturas abominables, algunas de ellas inverosímiles, que grabó en DVD. Al amanecer, con luz natural, un Elmer agotado y tendido boca arriba sobre la alfombra, juró no volver a camelarse a nadie para trepar por un sueldo fijo. Al pasar a su lado, Jack dejó sobre su pecho una copia legible de la declaración jurada que Elmer regó con abundantes lágrimas.
Durante el Gran Juicio, Jack no negó ni una sola de las acusaciones. En un momento, cuando un juez interino por su culpa le preguntó si él mismo no había querido ser “el niñito de mami” alguna vez, Jack le clavó su mirada y respondió “jamás” en varios idiomas, lo que recordó al juez por qué no alcanzó la plaza de titular y le hizo abandonar la sala entre sollozos.
Condenado a ver videos de vacantes ocupadas por personal no laboral, sin contrato indefinido, Jack tuvo una última intervención que arrancó escalofrío y admiración en la sala. En ella, pidió la celda más parecida al calabozo medieval que hubiera en la penitenciaría Dakinosesal, de máxima seguridad. Él sabía que “no era el primero en la lista” para una celda con suelo y camas.
Olvidado el terror, disuelto el mito, hoy encontramos delegaciones de distintos tipos de administraciones donde cada persona que acude a su sillón lo hace sin tener que esgrimir su título cosido a la espalda, como obligó Jack a muchas de sus víctimas.

Grandes criminales de la Historia (1)

El Estornudador de Boston (Parte 2).


Nick no podía levantarse al día siguiente. No si seguía empeñado en hacerlo hacia el lado del respaldo.
Llegó al suelo con esfuerzo y sintió que no podía caer más bajo. Apareció entonces Tina Jawater, su secretaria. Traía una bandeja con café optativo, azúcar obligatoria y zumo de fruta natural por sorteo. Tiraron los dados y tocó batir alfalfa y orujo. Apenas probaron seis tazas.
Antes de irse, después de desayunar juntos, Tina se volvió hacia Nick con violencia, haciendo salir disparada media vajilla mientras decía:
–No dejes que este asunto te estalle en plena cara. Levántate y nadie podrá decir que no tienes aspiraciones.
El portazo hizo caer el trofeo de cristal de Bohemia que Nick obtuvo en 1997, cuando atrapó al astuto delincuente Hepberb Stalalanoslosh, quizá el más escurridizo de los checoslovacos a los que se había enfrentado en su carrera.
Tina había dado en la diana. Como siempre que jugaba. Nick desclavó los tres dardos, los lanzó con precisión, los desclavó de su sombrero y salió disparado de su despacho. No había tiempo que perder.
Al anochecer, un satisfecho y sonriente Nick Korresky tenía a su lado, esposado, a Jesús Piro, el hombre más buscado de la ciudad.
A un codazo de Nick, el tipo comenzó a hablar para los lectores.
(Bien jugado, Nick, porque si no, ¿qué hago, me lo invento todo?)
–Eeer sí, pero qué listo eres, qué bien lo has resuelto, da gusto tener agentes tan diligentes y tan buena gente. ¡Qué bueno, qué profesional,… es que así da gusto que lo detengan a uno! –dijo el detenido con la mayor espontaneidad.
(¡Qué desabrido el tío! ¡La mismita emoción que Stallone dando el tiempo!)
-Pero cuenta los detalles, chiquillo, que a la gente le gustará saberlos –dijo Nick tras otro codazo.
-Pues nada, que aquí el maravillas éste, va e inquiere a mi portera, señorita Ingrid Bopsoil, sobre quién es el que más pañuelos de papel compra en la barriada. Y éste, el maravillas, viendo que la mujer no es chivatona, no sé si por lo de muda, y que no le aclara nada, pues va y pone pimienta en spray por toda las zonas comunes de la comunidad, de tal modo que antes de entrar en mi portal oigo un alud de estornudos variados en tiempo y tono, que supusieron el golpe de intrusismo más cruel que he presenciado en mi vida. Me sentí fuera de mi mundo, atacado por mi propia medicina, con una cucharada de mi arma.  No pude conservar el control y, lo reconozco, no pude controlarme.
Aplausos tenues. Un total de diecisiete contando dos del propio declarante.
-Tina tenía razón, –explicó Nick más tarde, mientras rellenaba el informe-. Bastó con esparcir el condimento por el aire y esperar a que, en algún lugar de la ciudad, este archicriminal se acercara a aspirarlo y así mantener el monopolio. Aunque no pudiera evitar que me estallara en la cara. ¿Pueden creerlo? ¡Resulta que el tipo andaba resfriado desde 2010!
Uno de los farmacéuticos del laboratorio se estremeció al oírlo. Había que ser muy duro para no desmayarse delante de aquel tipo.
De pronto, cuando entraba a su celda, en el más denso de los silencios, el tipo se zafó de los guardianes, se revolvió y estornudó como nadie, jamás, lo había hecho antes en una comisaría: rodeado de policías de uniforme y de paisano.
Los pañuelos volaron de sus paquetes de a diez unidades, tratando de socorrer a docenas de funcionarios que apenas podían ver en medio de un caos donde las gafas entorpecían más que ayudaban. Nick se protegió con un pañuelo de doble tela bordado por su abuela, y avanzó hacia el criminal, sonándole de modo parecido a la bocina de un autobús escolar con prisas.
-No hay nada que temer, no voy a huir, Nick –le dijo con voz nasal muy acusada-. Pero no olvides la respuesta a mi estornudo de todos los que te rodean. Incluido tú, que te he oído.
Tenía razón el tipo. Había logrado su propósito. Todos y cada uno de los presentes, tras su dantesco estornudo, habían respondido “¡Jesús!”, dando un suspiro.
Este era, realmente, su momento de gloria.
-Sólo una cosa más, Nick –dijo entregándole un sobre–: haz que lleguen estos setecientos cincuenta mil dólares a la familia de la limpiadora que tenga el turno de mañana.
-Lo haré –dijo Nick.
Nick lo vio alejarse hacia los calabozos mientras recitaba unos versillos adaptados a la ocasión: por un guardián con bufanda, con ropa de gruesa tela, no burla más, ya no cuela,  va al talego el malandrín…