Varias veces intenté llevarle flores a Casandra Gómez de Allipuz, mi vecina, en medio de la Gran Guerra entre las comunidades de propietarios de los bloques 4 y 7 de la Barriada de los Jenízaros, en pleno centro de Écija. Pero unas veces porque recibí en las mangas terribles impactos de miga de pan húmeda, bien porque otras fui yo mismo quien harto de luchar envié flores –con el tiesto- a la cara de algún enemigo estúpido, la cuestión es que no las pude poner en sus manos.
Más tarde, una vez firmado el armisticio, un tratado por el que se prohibió el juego de petanca dentro de los ascensores –una gran derrota para nuestro bloque, el 4- ya no quedaban flores en nuestras macetas. Sólo hallé algo de perejil, apenas un matojo y no fui capaz de dejar sin aliñar y mejorar la presentación de algunas fuentes de patatas cocidas, con su tomate y su cebollita picada y condimento al gusto de sal, aceite y vinagre.
De modo que una vez más el amor se doblegó ante la guerra cruel –en el frente hubo hasta sartenazos en la frente- y se heló durante semanas después, en la aún más cruenta guerra fría, la que evita cicatrizar las heridas. Y fue ese tiempo –lo menos un mes, quién sabe- el que aprovechó Giraldo Moreno, un maestrito de Santiponce, para traer de su barrio un macetón que daba gusto verlo, lleno de margaritas, tulipanes, gladiolos y una rosa. Apareció por la tarde, en plena recogida de mondas de papas de los suelos, subió al segundo y al abrir la puerta le ofreció el macetón a Casandra.
Menos mal que Casandra tenía las manos resbalosas de estar fregando y el enorme tiesto vino a aterrizar sobre las zapatillas azules de Giraldo, estallando la tierra en mil direcciones y quedando incrustados los tallos en el dobladillo de su pantaloncito de tweed inglés a cuadros.
Se retiró el petimetre con sus flores como adorno de sus perneras y yo aproveché para acudir con rapidez a mi paraíso terrenal, armado de una escoba y una aspiradora a pilas. Dejé limpio su portal y Casandra me hizo esperar unos instantes, tras los cuales volvió con las manos secas y, en un gesto sorprendente de aparente aceptación de mis intenciones amatorias, con los dedos de su mano derecha hizo varios repiqueteos sobre mis labios, estilo rasgueo de guitarra de acompañar, obligándome a emitir aire con ruido al mismo tiempo, lo que provocó un efecto graciosísimo.
De eso hace veintidós años y la cosa parece un poco parada desde entonces. No sé si seguir haciéndome ilusiones.